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Después de la tempestad



 

El dolor ascendí a por la garra del señ or supremo y penetraba en su imponente corpachó n azul.

–Condenada lanza –siseó con voz de cé firo. Echó hacia atrá s la enorme testa cornuda, abrió las fauces, y vomitó un rayo contra la panza de una espesa nube situada sobre su cabeza. El cielo retumbó a modo de respuesta, y lo que habí a empezado como una llovizna se convirtió en aguacero. La noche quedó iluminada intermitentemente por los relá mpagos que descendí an hasta su lomo de escamas de color añ il, una sensació n que por lo general le resultaba muy agradable. El viento aullaba con fiereza, y la lluvia martilleaba sobre las gruesas escamas; pero ningú n elemento de la tormenta era suficiente para mitigar su sufrimiento.

La poderosa lanza quemaba al dragó n, seguí a quemá ndolo con cada movimiento de sus enormes alas, con cada kiló metro que recorrí a. Llevaba varias horas sujetá ndola, desde el mismo momento en que la habí a arrebatado a los hé roes que habí a eliminado, y se negaba a soltarla, se negaba a dejar que Fisura, su siniestro aliado huldre, la sostuviera por é l. Sin duda la magia de la lanza tambié n dañ arí a a Fisura, pensaba el dragó n; el arma quemarí a todo lo que fuera malvado.

Khellendros así a la lanza con una garra; la Dragonlance, que con tanto esfuerzo los despreciables aliados del hechicero Palin Majere habí an conseguido recuperar del helado reino de Gellidus, el gran Dragó n Blanco que gobernaba en Ergoth del Sur. Enganchado alrededor de una zarpa estaba el medalló n de la fe de Goldmoon, lleno tambié n con la energí a de la justicia, pero no tan poderoso como la lanza. La otra garra de Khellendros sujetaba con delicadeza a Fisura, de cuyo cuello pendí a un segundo medalló n, aparentemente gemelo del primero. El dragó n habí a obtenido tres reliquias de la Era de los Sueñ os, y habí a una má s en su guarida, un aro de llaves de cristal. Con cuatro debiera haber suficiente, recordaba haber oí do decir a Fisura.

–¡ La lanza está imbuida con la magia de los dioses! ¡ Por eso te quema de este modo! –manifestó el grisá ceo huldre, gritando por encima del vendaval–. ¡ Al fin y al cabo, fue creada para matar dragones! –El hombrecillo, empapado, calvo y con todo el aspecto de una escultura recié n salida de un pedazo de arcilla blanda, estiró la calva cabeza a un lado para poder contemplar los centelleantes ojos de Khellendros–. Esa lanza es la má s poderosa de las tres reliquias... y desde luego mucho má s poderosa que las llaves que los Caballeros de Takhisis consiguieron para ti.

La má s poderosa y la má s dolorosa, pensó el dragó n; lanzó un gruñ ido e intentó en vano arrinconar el dolor en el fondo de su mente. El arma podí a hacer algo má s que provocarle molestias: sin duda le dejarí a cicatrices, pero no podrí a matarlo... probablemente ni siquiera si se la hundí an en la carne. É l era, despué s de todo, un señ or supremo; formaba parte del puñ ado de dragones má s pavorosos de Krynn, y utilizarí a esa perniciosa y odiosa lanza –y los otros artilugios– para abrir un Portal a El Grí seo.

El espí ritu de Kitiara, su compañ era de tiempos pasados en el ejé rcito de la Reina de la Oscuridad, erraba por alguna parte de aquella crepuscular dimensió n. Y é l atraparí a su espí ritu, tal y como se habí a apoderado de la lanza, y mediante esa acció n devolverí a el espí ritu de la mujer a Krynn. Cuatro reliquias deberí an ser suficientes para ello.

Pero primero tení a que crear un nuevo cuerpo para aquel espí ritu.

Habí a tenido uno, un hermoso drac azul, musculoso, elegante, perfecto, que habí a nacido de una de sus escasas lá grimas. Pero Palin y sus conspiradores habí an matado sin saberlo al drac azul, junto con docenas de otros, cuando destruyeron su guarida favorita en los Eriales del Septentrió n. Que hubiera exterminado a Palin y a sus compañ eros hací a menos de una hora resultaba un pequeñ o consuelo; deberí a haberse ocupado de ello antes, no tanto por venganza –una motivació n humana indigna de é l– sino como tributo a Kitiara, quien en vida se habí a visto molestada por el padre y el tí o de Palin, Caramon y Raistlin Majere. Los Majere habí an atormentado su vida, y ahora la perseguí an en la muerte.

Durante un tiempo, Palin y sus compañ eros habí an resultado ú tiles a Khellendros. Siguiendo los consejos de uno de los espí as que el dragó n habí a colocado, un viejo impostor que habí a conseguido hacerse pasar por un estudioso, el grupo del hechicero habí a reunido aquellos objetos para é l sin saberlo.

En una extensió n de terreno de la isla de Schallsea, no muy lejos de la Ciudadela de la Luz, habí an depositado las reliquias, y el falso estudioso les habí a aconsejado que las destruyesen, afirmando que la energí a liberada aumentarí a el grado de magia del mundo. No habí an sospechado que era una treta, que Khellendros habí a sido advertido y pensaba robarles los valiosos objetos.

Su utilidad habí a finalizado. Palin y los otros habí an comprendido demasiado tarde que el señ or supremo Azul los habí a acorralado. Mientras Khellendros los mataba, Fisura habí a hecho lo propio con el impostor para eliminar cabos sueltos.

Sin embargo, el dragó n no habí a imaginado que sostener esa condenada lanza resultarí a tan doloroso. Con todo, cualquier sufrimiento valí a la pena si significaba el regreso de Kitiara a Krynn. La mujer debí a regresar, tení a que volver a estar completa. Tormenta le habí a hecho un juramento –por lealtad y respeto– mucho tiempo atrá s, cuando ella era su compañ era; le habí a prometido que la mantendrí a a salvo. Pero un buen dí a, cuando ella no estaba a su lado, la habí an matado, y un Khellendros afligido se habí a dedicado a buscar y buscar su espí ritu, hasta que finalmente lo encontró en El Grí seo. Ahora mantendrí a su promesa rescatá ndola de aquella lejana dimensió n. No habí a nadie que pudiera detenerlo... Palin y los suyos estaban muertos. Y, lo que era aun mejor, Malystryx, la Roja, y los otros señ ores supremos no tení an ni idea de cuá l era su auté ntico objetivo.

Kitiara y é l volverí an a reunirse. Pronto. Pero primero Khellendros tendrí a que resistir este dolor infernal durante todo el camino de regreso a su guarida.

 

–Khellendros cree que estamos muertos –dijo Rig. El marinero de piel oscura levantó la vista, mirando en la direcció n por la que el gigantesco señ or supremo Azul habí a desaparecido. Se pasó una mano por el corto cabello y lanzó un suspiro de alivio.

–Realmente espero que lo crea. De lo contrario regresará y volverá a intentarlo. Y no quisiera que lo volviera a intentar porque no creo que se limitara só lo a probar. –La voz tensa y aguda pertenecí a a Ampolla, una kender de mediana edad que avanzaba con pasos lentos en direcció n al marinero–. No. No creo que se quedara en una simple prueba, en mi opinió n. –Sus manos retorcidas estaban muy ocupadas, una tirando de la manga de Jaspe, la otra forcejeando con su revuelto copete rubio–. Veré is, si regresara y volviera a intentarlo... bueno... lo cierto es que tengo la sensació n de que le saldrí a diabó licamente bien. Me sorprende la verdad seguir viva y respirando. No hay duda de que es un dragó n muy grande. Nunca vi a uno tan grande. ¿ Visteis sus dientes? Unos dientes enormes tambié n. –Hizo una pausa y su rostro se torció en una expresió n de perplejidad–. ¿ Qué es lo que sucedió? ¿ Có mo escapamos?

–Palin. –Fue Rig quien respondió ahora.

–Oh. ¿ Qué hiciste? –Ampolla dirigió su atenció n a Palin Majere.

El hechicero se apartó un largo mechó n de cabellos grises de los ojos.

–Un conjuro –respondió en voz baja, pues le faltaban fuerzas para hablar en voz má s alta. Con la espalda encorvada, se apoyó en Rig y aspiró con fuerza el hú medo aire para llenar sus pulmones. El conjuro climá tico habí a agotado todas sus reservas. Era el hechicero má s poderoso de Krynn y uno de los pocos supervivientes de la batalla en el Abismo; pero en aquel instante no se consideraba precisamente poderoso. Se sentí a dé bil, vulnerable, con el espí ritu tan destrozado como su tú nica embarrada y las desgarradas polainas.

–Un conjuro sorprendente –repuso Ampolla–. Muy efectivo. ¿ No piensas tú lo mismo, Jaspe?

El enano se sujetó el costado, asintiendo; un jadeo escapó de sus gruesos labios. Aunque la herida que Dhamon habí a infligido a Jaspe iba mejorando –gracias a los cuidados de Feril–, el enano nunca volverí a a ser el mismo porque tení a un pulmó n perforado. En é pocas anteriores habrí a podido usar su propia magia sanadora para curarse, pero tal poder se encontraba ahora fuera de su alcance. Su fe habí a muerto con Goldmoon, y con ella habí an muerto sus poderes curativos. Dedicó a Ampolla una leve sonrisa.

–Sorprendente. Sí, Jaspe tambié n lo cree. Un conjuro muy impresionante –parloteó la kender–. ¿ Nos hiciste invisibles a todos?

–No exactamente –replicó Palin.

–¿ Nos enviaste a otro lugar?

–No dirí a yo eso.

–Entonces ¿ qué?

–Durante unos pocos minutos, nos disfracé, hice que nos fundié ramos con el paisaje. Luego creé una ilusió n má gica de nuestras figuras un poco má s allá de donde está bamos ocultos. Khellendros mató la ilusió n. Y, por suerte, parecí a tener mucha prisa y se fue sin examinar su obra. De haberse quedado un poco má s, sus agudos sentidos nos habrí an descubierto.

–¡ Vaya! ¿ Có mo creaste la ilusió n? –siguió preguntando ella.

–No es importante –intervino Jaspe. Volvió la mirada en direcció n a Groller, su sordo amigo semiogro. Fiona Quinti, la joven Dama de Solamnia que se habí a unido a ellos recientemente, usaba en aquellos instantes un rudimentario lenguaje por señ as para traducirle lo que se decí a, de modo que Groller pudiera comprenderlo. El enano se volvió para mirar a Ampolla y manoseó un terró n de barro pegado a sus cabellos rojizos–. No tiene la menor importancia. Lo que sí es importante, Ampolla, es que...

–¿ No podrí a Palin usar un poco de su magia para encontrar a Dhamon? Quiero ir tras Dhamon, averiguar por qué se volvió loco, hirió a Jaspe y mató a Goldmoon. Podrí amos...

El marinero posó una mano sobre la cabeza de la kender, y dirigió la mirada hacia Palin.

–Lo que podrí amos hacer es matarlo. Aunque indirectamente, fue por causa de Dhamon que murió Shaon. Ahora ha muerto Goldmoon... y no por causas indirectas en este caso. Y por poco tambié n mata a Jaspe. Y hundió mi barco.

–El Yunque de Flint ‑ ‑ musitó Jaspe. El enano habí a adquirido la carraca meses atrá s, y su amado naví o los habí a transportado desde Schallsea hasta Palanthas, en el lejano norte, para luego volver a traerlos de vuelta. Habí a sido su medio de transporte y su hogar.

–Opino que deberí amos matarlo antes de que cause má s dañ o –concluyó Rig. El marinero hizo un gesto al resto para que se reunieran a su alrededor: Feril, la kalanesti; Groller y su lobo Furia; Fiona; Gilthanas, el larguirucho hechicero elfo que habí an rescatado de una fortaleza de los Caballeros de Takhisis, y Ulin, hijo de Palin.

Describiendo cí rculos sobre sus cabezas habí a dos dragones, uno dorado y el otro de plata –Alba y Silvara– que habí an transportado a Ulin y a Gilthanas a Schallsea y habí an contribuido a distraer al Azul de modo que Palin pudiera lanzar su conjuro. Los dragones y sus jinetes acababan de regresar de las islas de los Dragones, donde habí an informado a los Dragones del Bien que allí residí an de lo que acaecí a en la faz de Ansalon.

–Rig... –Feril carraspeó para llamar la atenció n del marinero. Una leve brisa le agitaba la enmarañ ada cabellera castañ a contra el rostro–. Hemos de encontrar a Dhamon. Hemos de ayudarlo a luchar contra la influencia de la escama. Debemos tener fe...

–¿ Fe? –Jaspe alzó la cabeza hacia ella y clavó la mirada en la hoja de roble que llevaba tatuada en la tostada mejilla. El rubicundo rostro del enano aparecí a inusitadamente sombrí o–. Mató a Goldmoon. Ni siquiera hemos tenido tiempo de llorarla, o enterrarla adecuadamente. Ella predicaba la fe..., respiraba fe. Y perdó n. Pero ahora mismo no tengo fe y nada de perdó n. En estos instantes me pongo de parte de Rig.

–Yo tambié n estoy furiosa, Jaspe. –Feril cerró los ojos y soltó un largo suspiro–. A lo mejor nunca podré perdonarlo. Pero tengo que saber qué sucedió y por qué.

–Salta a la vista lo que sucedió –interrumpió Rig–. Nos dijo que en una ocasió n fue un Caballero de Takhisis, y apuesto a que todaví a lo es. Nos embaucó, como nos embaucó el anciano para que reunié ramos las malditas reliquias. No hay barco. Goldmoon ya no está. No tenemos la lanza de Huma.

–Ni medallones. El medalló n de Goldmoon, y el segundo medalló n que yo... –Jaspe reprimió un sollozo–. El que yo le quité despué s de muerta. Los dos han desaparecido y está n en manos del dragó n.

–La ú nica reliquia que nos queda es el cetro –dijo el marinero, levantá ndolo. Estaba hecho de madera y parecí a má s bien un mazo, aunque estaba adornado con joyas.

–El Puñ o de E'li –susurró Feril en tono casi inaudible–. El Puñ o de Paladine.

–¿ De qué nos servirá un miserable artilugio? –inquirió Ampolla–. No podemos aumentar el nivel de magia del mundo con una sola reliquia.

–El anciano nos engañ ó para que reunié ramos las reliquias para el dragó n –indicó Palin–. Y el dragó n debe querer la antigua magia por alguna buena razó n. Tal vez deberí amos concentrarnos en encontrar otros objetos arcanos. Al menos podremos mantenerlos lejos de las garras del dragó n. Y tal vez podamos de algú n modo usar su energí a para obstaculizar el regreso de Takhisis a este mundo.

–Padre, Gellidus... Escarcha... afirmó que el regreso de Takhisis era inminente –dijo Ulin, el má s joven de los Majere, que era el vivo retrato de Palin con veinte añ os menos. Indicó con un gesto al Dragó n Plateado y al Dorado que volaban en cí rculos sobre sus cabezas–. Alba y Silvara confirman aquello de lo que se jactó el señ or supremo Blanco. Takhisis va a volver.

–En ese caso, ¿ de dó nde vamos a sacar magia antigua suficiente para detenerla? –Los ojos de Ampolla se abrieron de par en par.

–El anillo de Dalamar –respondió Palin–. Se encuentra en la Torre de Wayreth. El Custodio de la Torre dijo que me lo entregarí a, pero só lo cuando supié ramos có mo usarlo y estuvié ramos a salvo de Khellendros.

–¡ A salvo! –Ulin soltó un bufido–. ¡ Se tardará mucho en conseguir eso! ¿ Podrí as convencer al Custodio de lo importante que es que tengamos el anillo?

El hechicero lo meditó unos instantes; luego miró a su hijo y asintió:

–Sí. Sí, creo que puedo.

–Con el Puñ o de E'li –dijo Ampolla, indicando el arma que sujetaba Rig–, tendremos dos objetos.

–Sé de un tercero: la Corona de las Mareas –concluyó Palin–. Descansa en el reino de los dimernestis, los elfos marinos, muy lejos de aquí.

–En ese caso será mejor que nos pongamos en marcha –opinó la kender.

–Aguarda un minuto. –Rig la contempló ceñ udo y sacudió la cabeza–. No hay nada que desee má s que enfrentarme a los dragones... incluida la Reina de la Oscuridad en persona, si es necesario. Pero hay un pequeñ o asunto del que hay que ocuparse, tambié n. Me refiero a Dhamon.

–Rig, por favor –suplicó Feril.

–No podemos dejar que ande por ahí libremente... no con esa asombrosa alabarda. Quié n sabe a quié n o qué otra cosa podrí a destruir. –Los ojos del marinero se entrecerraron amenazadores.

–¡ Rig! –La kalanesti le lanzó una furiosa mirada.

–Es suficiente –terció Palin–. Discutir no nos hará ningú n bien. Ni tampoco la venganza. Pero tambié n creo que es necesario encontrar a Dhamon.

El marinero sonrió satisfecho.

–Necesitamos encontrarlo –prosiguió el hechicero– porque nos hace falta su arma.

–¿ Su arma? ‑ ‑ inquirió Rig con una mueca.

–Esa alabarda corta el metal como si fuera tela –replicó Palin–. Debe de ser alguna especie de reliquia, a lo mejor tan poderosa como la lanza de Huma. Má s poderosa incluso –añ adió en voz baja.

–¿ Y có mo vamos a hacer las dos cosas a la vez: reunir objetos y encontrar a Dhamon? –quiso saber Ampolla.

–Necesitaré tu ayuda, Ampolla –indicó el hechicero a la kender–. Tú y yo formaremos un equipo y nos dirigiremos a la Torre de Wayreth. Mi esposa Usha me aguarda allí. Usaremos los recursos de la torre para localizar a Dhamon.

–Y, entretanto, nosotros iremos en busca de la Corona –añ adió Feril muy excitada.

–Fantá stico. ¿ Có mo salimos de esta isla sin un barco? ¿ Nadando? –El marinero introdujo el cetro en su cinturó n y echó una mirada hacia el oeste, aunque estaba demasiado oscuro para distinguir la playa de Schallsea.

–En eso os podemos ayudar –ofreció Gilthanas, y señ aló a los dragones–. Os llevaremos hasta los lí mites del reino de Onysablet. A partir de ese punto...

–Deja que lo adivine. Nos las tendremos que apañ ar solos –refunfuñ ó Rig.

Gilthanas asintió. El elfo no necesitaba explicar que los dragones preferirí an no aventurarse en el reino de un señ or supremo, al menos uno que les era desconocido.

En un extremo de la reunió n Fiona Quinti sacó pecho. A pesar de que Groller se alzaba por encima de ella, la mujer seguí a resultando alta y formidable, si bien algo ojerosa, ataviada con la plateada armadura de la orden solá mnica. Sus manos cubiertas con guantes de malla dibujaban figuras en el aire, mientras hací a todo lo posible por explicar al semiogro lo que iba a acontecer.

El semiogro frunció el entrecejo pensativo; luego alzó la mirada hacia los dragones, asintió y tragó saliva con fuerza.

 

Era aquella hora nebulosa que antecede al amanecer, en que el cielo se aclaraba ligeramente y el mundo parecí a má s silencioso que nunca. Usha observaba por una ventana de la Torre de Wayreth. La mujer se ciñ ó mejor la tú nica alrededor de la delgada figura, temblando de preocupació n, no de frí o.

Ampolla dormí a. Tambié n Palin se habí a quedado dormido a poco de su llegada unas pocas horas antes, y ella esperaba que descansara lo suficiente para recuperar energí as.

Tambié n ella estaba agotada, pero no podí a dormir. Su mente estaba demasiado preocupada por el Puñ o de E'li del que Palin le habí a hablado. Usha habí a viajado al bosque qualinesti con Palin, Jaspe y Feril en busca del Puñ o; pero no los habí a acompañ ado en la parte má s peligrosa de la misió n. Cuando los capturó una banda de desconfiados elfos que luchaban por su libertad, Usha se habí a ofrecido a permanecer con los elfos como rehé n, a modo de garantí a de que su esposo y los otros estaban allí só lo por una razó n –el cetro– y como demostració n de que no eran espí as de la señ ora suprema Verde.

Habí a sucedido algo durante su estancia con los elfos. Algo relacionado con la reliquia. Algo que se esforzaba desesperadamente por recordar. Algo que tal vez podrí a ser ú til contra los dragones.

 



  

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