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Marguerite Yourcenar 2 страница



 Un poco má s lejos, cerca de una desmedrada pineda que bordeaba el camino, el caballo de don Miguel dio una espantada al ver una ví bora. Don Miguel creyó oí r una carcajada, mas todo estaba desierto a su alrededor.

 ‑ Vuestro caballo es muy espantadizo, señ or ‑ dijo el mé dico, a quien pesaba el silencio. Y añ adió, gritando un poco para que le oyera el caballero‑: El caldo de ví bora no es medicina que deba despreciarse...

 Las mujeres estaban esperando al mé dico con impaciencia. Pero Micer Francesco Cicinno era tan modesto que nadie advertí a su presencia. Dio muchas explicací ones sobre lo seco y lo hú medo y propuso sangrar a doñ a Valentina.

 Salió muy poca sangre del pinchazo. Doñ a Valentina sufrió un desmayo aú n peor que el primero y del que a duras penas consiguieron reanimarla. Como Ana preguntase a Micer Francesco Cicinno qué otra cosa podí an intentar, el mediquillo hizo un ademá n de desaliento:

 ‑ Esto se acaba ‑ susurró.

 Con la agudeza de oí do de los moribundos, doñ a Valentina volvió su hermoso rostro hacia Ana, sonriendo aú n. Las criadas creyeron oí rla murmurar:

 ‑ Nada se acaba.

 La vida se alejaba de ella a ojos vistas. En la cama grande, coronada de un baldaquino, su delgado cuerpo se alargaba, moldeado por la sá bana, como el de una estatua yacente en su lecho de piedra. El mediquillo, sentado en un rincó n, parecí a tener miedo de entorpecer a la Muerte. Hubo que mandar callar a las criadas, que proponí an curas maravillosas; una de ellas hablaba de humedecer la frente de la enferma con sangre de una liebre despedazada viva. Miguel suplicó repetidas veces a su hermana que se fuera de la habitació n.

 Ana poní a muchas esperanzas en la extremaunció n; doñ a Valentina la recibió sin emoció n alguna. Pidió que acompañ aran hasta su casa al cura, que se deshací a en ruidosas homilí as. Cuando hubo salido, Ana se arrodilló al pie de la cama llorando.

 ‑ Nos abandoná is, señ ora madre.

 ‑ He visto pasar treinta y nueve inviernos ‑ murmuró imperceptiblemente doñ a Valentina‑ y treinta y nueve veranos. Ya es suficiente.

 ‑ Pero nosotros somos aú n tan jó venes ‑ dijo Ana‑. No veré is instruirse a Miguel; y a mí no me veré is...

 Iba a decir que su madre no la verí a casada, mas la idea la horrorizó de repente. Tuvo que interrumpirse.

 ‑ Ambos está is ya tan lejos de mí... ‑ dijo en voz baja doñ a Valentina.

 Creyeron que estaba delirando. No obstante, todaví a los reconocí a, ya que tendió su mano a don Miguel, tambié n arrodillado, para que la besara. Les dijo:

 ‑ Pase lo que pase, no llegué is nunca a odiaros.

 ‑ Nos amamos ‑ dijo Ana.

 Doñ a Valentina cerró los ojos. Luego, muy dulcemente, añ adió:

 ‑ Eso ya lo sé.

 Parecí a estar má s allá rlel sufrimiento, del temor o de la incertidumbre. Siguió diciendo, sin que pudiera saberse si hablaba del porvenir de sus hijos o de sí misma:

 ‑ No os inquieté is. Todo está bien.

 Despué s calló. Su muerte sin agoní a fue asimismo casi sin palabras; la vida de Valentina no habí a sido má s que un largo deslizarse hacia el silencio; se abandonaba sin luchar. Cuando sus hijos comprendieron que habí a muerto, ningú n asombro vino a mezclarse con su tristeza. Doñ a Valentina era de esas personas que uno se extrañ a de ver existir.

 Decidieron trasladarla a Ná poles. Don Miguel tuvo que ocuparse de la caja mortuoria.

 

 El velatorio se celebró en la gran sala destartalada, tras haber sacado de allí los productos de la granja, quedando amueblada tan só lo con unas cuantas arcas de tablas desvencijadas. El tiempo y los insectos habí an hecho su labor en el cordobá n de las colgaduras. Doñ a Valentina yací a entre cuatro candelabros, ataviada con su largo vestido de terciopelo blanco; su sonrisa, entre desdeñ osa y tierna, subsistí a aú n en sus labios, y su rostro de anchos pá rpados, profundamente tallados, recordaba al de las estatuas que en ocasiones se exhuman al excavar la tierra de la Magna Grecia, entre Crotona y Metaponte.

 Don Miguel pensaba en los presagios que le asaltaban desde hací a varias semanas. Recordó que la madre de doñ a Valentina, descendiente por lí nea materna de los Lusignan de Chipre, consideraba la sú bita aparició n de una serpiente como un augurio de muerte. Esto le tranquilizó vagamente. Aquella desgracia que justificaba sus presentimientos le devolví a la calma.

 El viento, precipitá ndose por las grandes ventanas abiertas, hací a temblar la llama de las lá mparas. Hacia el este, las montañ as de la Basilicata ensombrecí an aú n má s la noche. Incendios de matojos permití an adivinar el curso de los torrentes secos. Las mujeres vociferaban fú nebres plañ idos en el hablar de Ná poles o en el dialecto de Calabria.

 Una impresió n de infinita soledad envolvió a los dos hijos de Valentina. Ana le hizo jurar a su hermano que jamá s la abandonarí a. De vuelta a su habitació n para preparar la marcha, é ste recordó que, felizmente, al llegar la Navidad, embarcarí a para Españ a.

 

 El retorno, infinitamente má s lento que la ida, duró cerca de una semana. Ana y Miguel se habí an sentado uno al lado de otro, enfrente del ataú d de su madre, colocado al fondo de la pesada carroza que los habí a traí do de Ná poles. Los criados los seguí an en unos coches forrados de negro. Marchaban al paso; unos cuantos penitentes daban escolta a la carroza y recitaban letaní as, con cirios en las manos.

 Se relevaban a cada etapa. Por la noche, a falta de un convento, Ana y sus doncellas se acomadaban como podí an en cualquier miserable albergue. Cuando el pueblo no poseí a iglesia, el feré tro de Valentina permanecí a en la plaza; un velatorio fú nebre se improvisaba a su alrededor. Don Miguel, que se acostaba lo menos posible, pasaba la mayor parte de la noche rezando.

 El calor, que seguí a siendo excesivo, iba acompañ ado de una perpetua polvareda. Ana aparecí a grisá cea. Sus negros bandos se hallaban cubiertos por una espesa capa blanca; ya no se le veí an ni las cejas ni las pestañ as. El rostro de ambos hermanos tomaba las tonalidades de la arcilla seca. Les ardí a la garganta. Miguel, por miedo a las fiebres, se oponí a a que Ana bebiera el agua de las cisternas. Afuera, la cera se derretí a entre las manos de los penitentes. El acoso de las moscas sucedí a por el dí a al nerviosismo nocturno causado por insectos y mosquitos. Para descansar los ojos de la reverberació n del camino y del temblor de las velas, Ana mandaba cerrar las cortinas del coche; don Miguel protestaba violentamente, afirmando que allí se ahogaban.

 

 Se veí an asaltados sin cesar por mendigos que gimoteaban oraciones. Chiquillos vociferantes se agarraban a los ejes del carruaje; corriendo el riesgo, cada vez que la rueda daba una vuelta, de ser arrollados por ella y de morí r aplastados. Don Miguel les arrojaba de cuando en cuando una moneda, con la vana esperanza de quitarse de encima a toda aquella chiquillerí a. A mediodí a, el campo estaba casi siempre vací o; avanzaban como en un espejismo. Por la tarde, los desharrapados campesinos traí an, ya que no flores, grandes brazadas de hierbas aromá ticas. Las amontonaban como podí an encima del fé retro.

 Doñ a Ana no lloraba, pues sabí a cuá nto importunaban las lá grimas a su hermano.

 Este se mantení a hundido en un rincó n, lo má s lejos posible de ella, con objeto de dejarle má s sitio. Ana se tapaba la boca con un pañ uelito de encaje. El lento movimiento del coche y la letaní a de los portadores de cirios los sumergí an en una especie de somnolencia alucinada. En los peores baches del camino, los tumbos que daba el coche los arrojaban al uno contra el otro. A veces tení an miedo de que la caja, confeccionada a toda prisa por el carpintero de Acropoli, cayera y se rajara. Muy pronto, pese a los dobles listones, un olor desvaí do mezcló se al perfume de las hierbas secas. Las moscas se multiplicaron. Todas las mañ anas, ambos hermanos se empapaban de aguas perfumadas.

 Al cuarto dí a, a mediodí a, Ana se desmayó.

 Mandó llamar don Miguel a una de las doncellas de su hermana. La muchacha tardaba en llegar y Ana estaba como muerta; desabrochó su corpiñ o; buscaba con inquietud el lugar del corazó n; notó que volví an las pulsaciones bajo sus dedos.

 La doncella de Ana acabó por traer el vinagre aromatizado. Se arrodilló ante su ama para humedecerle el rostro. Al volverse para coger un frasco, se levantó bruscamente al ver a don Miguel.

 ‑ ¿ Mi señ or se encuentra mal?

 Se mantení a en pie, apoyado en la puertecilla del coche, con las manos temblorosas y má s lí vido que su hermana. No podí a hablar. Hizo una señ a para decir que no.

 Como habí a sitio para tres personas en la parte delantera de la carroza, Miguel pretextó que Ana podí a desmayarse de nuevo y dio orden a la muchacha para que se instalara a su lado.

 El viaje duró dos dí as má s. El calor y el polvo persistí an; de cuando en cuando la doncella limpiaba la cara de Ana con un pañ o hú medo. Don Miguel se frotaba continuamente las manos una contra otra, como si quisiera borrar algo.

 

 Entraron en Ná poles al caer el crepú sculo. El pueblo se arrodillaba al paso del fé retro de Valentina: todos la querí an. Algunas murmuraciones hostiles al gobernador del Fuerte de San Telmo se mezclaban con las exclamaciones compasivas: los enemigos del ré gimen acusaban a don Alvaro de haber enviado a su mujer a morir de fiebre en aquellas tierras malsanas.

 Los funerales se celebraron solemnemente dos dí as despué s, en la iglesia españ ola de Santo Domingo. Ambos hermanos asistieron a ellos uno al lado de otro. Al volver, don Miguel rogó a su padre que le concediera una entrevista.

 El marqué s de la Cerna le recibió en su gabinete, ante una mesa cubierta de denuncias de soplones y listas de prisioneros polí ticos o de sospechosos vigilados por orden del virrey. La principal funció n de don Alvaro consistí a en reprimir los motines y, en caso necesario, suscitar alguno para mejor cazar en sus redes a los agitadores. Sus vestiduras negra, no eran só lo por Valentina: desde la muerte del hijo habido añ os atrá s de una primera esposa, aquel hombre, fiel a su manera, iba siempre vestido de luto.

 No inquirió ningú n detalle sobre la muerte de doñ a Valentina. Miguel, alegando que Ná poles le parecí a muy triste sin su madre, le preguntó si no era posible adelantar su viaje a Españ a.

 Don Alvaro, que continuaba leyendo el correo recié n llegado de Madrid, respondió sin levantar la cabeza:

 ‑ No me parece oportuno, señ or.

 Y como don Miguel permanecí a mudo, mordié ndose los labios, añ adió para despedirlo:

 ‑ Me hablaré is de ello en otra ocasió n.

 

 No obstante, una vez en su habitació n, Miguel emprendió algunos preparativos para dicho viaje. Ana, por su lado, ordenaba los objetos que habí an pertenecí do a su madre. Le parecí a que el amor filial de Miguel era má s fuerte que la amistad fraterna; apenas se veí an; su intimidad parecí a haber muerto con doñ a Valentina. Só lo entonces comprendió ella el cambio que esta desaparició n producí a en su vida.

 Una mañ ana, al volver de misa, Miguel tropezó con Ana en la escalera. Estaba muy triste y le dijo:

 ‑ Hace má s de una semana que no os veo, hermano.

 Le tendió las manos. La orgullosa Ana se humillaba hasta el punto de decir:

 ‑ ¡ Ay, hermano! Y estoy tan sola...

 Sintió compasió n por ella y se avergonzó de sí mismo. Se reprochaba no amarla lo bastante.

 Reanudaron su vida de antes.

 

 Llegaba é l por las tardes, a la hora en que el sol invadí a la estancia; se instalaba frente a ella. Ana solí a estar cosiendo, pero casi todo el rato la labor reposaba en sus rodillas, entre sus manos indolentes. Ambos hermanos permanecí an silenciosos; por la puerta entreabierta podí a oí rse el zumbido tranquilizador de la rueca que manejaban las criadas.

 No sabí an en qué ocupar sus horas. Emprendieron nuevas lecturas, pero Sé neca y Plató n perdí an mucho al no ser modulados por la tierna boca de Valentina ni comentados por su sonrisa. Miguel hojeaba con impaciencia los volú menes, leí a unas cuantas lí neas y pasaba a otros, que abandonaba con la misma premura. Un dí a encontró sobre la mesa una Biblia latina, que uno de sus parientes napolitanos, convertido a la fe evangé lica, le habí a dejado a Valentina antes de pasarse a Basilea o a Inglaterra. Don Miguel, despué s de abrir el libro por diversos sitios, como quien echa a suertes, leyó de aquí y de allá unos versí culos. Bruscamente se interrumpió y dejó descuidadamente el libro. Al marcharse se lo llevó.

 Estaba impaciente por encerrarse en su habitació n y volverlo a abrir por la pá gina que habí a señ alado; cuando acabó su lectura, volvió a empezar. Era el paisaje del libro de los Reyes, en donde se habla de la violencia que Amnó n hizo a su hermana Tamar. Se le apareció una posibilidad que jamá s habí a osado mirar de frente. Le dio horror. Tiró la Biblia al fondo de un cajó n. Doñ a Ana, que poní a gran empeñ o en ordenar los libros de su madre, se la pidió varias veces. Siempre se olvidaba é l de devolvé rsela. Ana acabó por no pensar má s en ello.

 En ocasiones, Ana entraba en su habitació n durante su ausencia. El temblaba ante la idea de que pudiera abrir el libro por aquella pá gina y, cuando iba a salir, lo escondí a cuidadosamente.

 Le leyó a los mí sticos: Luis de Leó n, el hermano Juan de la Cruz, la piadosa madre Teresa. Pero aquellos suspiros mezclados con sollozos los dejaban agotados. El vocabulario ardiente y vago del amor de Dios conmoví a má s a Ana que el de los poetas del amor terrestre, aunque en el fondo era casi idé ntico. Las efusiones emanadas, no hací a mucho, de los santos personajes a quienes ella no conocerí a nunca, por hallarse encerrados tras los muros de sus conventos, allá en Españ a, se convertí an en un mosto que la embriagaba. Con la cabeza un poco echada hacia atrá s y los labios entreabiertos le recordaba a Miguel el muelle abandono de las santas en é xtasis, que los pintores representaban casi voluptuosamente penetradas por Dios. Ana sentí a la mirada de su hermano sobre ella; confusa, sin saber por qué, se incorporaba en su asiento; la entrada de una sirvienta los hací a cambiar de color como si fueran có mplices.

 Miguel se volví a duro con ella. Le dirigí a incesantes reproches sobre su inactividad, su manera de comportarse, sus ataví os. Ella lo escuchaba sin quejarse. Como a é l le horrorizaban los grandes escotes que solí an llevar las patricias, Ana, por complacerlo, se ahogaba con sus camisolines de cuello alto. El vituperaba con aspereza sus efusiones de lenguaje y ella acabó por imitar la adusta reserva de Miguel. Entonces é ste, temié ndose que hubiera adivinado algo, la observaba a escondidas; ella se sentí a espiada y los má s insignificantes incidentes eran motivo de querella. Habí a dejado de tratarla como a una hermana. Ana se dio cuenta y lloraba por las noches, preguntá ndose en qué habí a podido ofenderle.

 Iban juntos a menudo a la iglesia de los Dominicos. Para ello habí a que atravesar todo Ná poles; el carruaje, impregnado de recuerdos del viaje fú nebre, le era odioso a Miguel; insistí a para que su hermana llevara consigo a su doncella Inesina. Ana empezó a sospechar que se hubiera enamorado de é sta. No podí a soportar una relació n semejante; el descaro de aquella muchacha siempre la habí a desagradado y, con un pretexto cualquiera, acabó por despedirla.

 Corrí a la primera semana de diciembre; don Miguel mandó subir sus baú les e incluso contrató a un escudero para el viaje. Contaba los dí as, tratando de alegrarse de que pasaran tan velozmente, aunque en el fondo se sentí a má s abrumado que aliviado. Solo en su habitació n, se esforzaba por grabar en su memoria los menores rasgos del rostro de Ana, como los recordarí a seguramente cuando estuviera lejos de ella, en Madrid. Cuanto má s lo intentaba, menos la veí a, y la imposibilidad de recordar exactamente el pliegue de los labios, la forma particular de un pá rpado o el lunar en el dorso de una de sus manos pá lidas lo atormentaban de antemano. Entonces, con una resolució n repentina, penetraba en el cuarto de Ana y la contemplaba con silenciosa avidez. Un dí a, ella le dijo: ‑ Hermano, si este viaje os aflige, nuestro padre no os obligará a hacerlo. El no contestó nada. Pensó ella que estaba contento de poder marcharse y, pese a que ese sentimiento fuera prueba de escaso amor, Ana no se sintió dolorida: ahora sabí a que ninguna otra mujer retení a a don Miguel en Ná poles.

 Al dí a siguiente, a las diez, don Alvaro lo mandó llamar.

 Miguel no poní a en duda que se tratara de alguna recomendació n concerniente al viaje. El marqué s de la Cerna le pidió que se sentara y, tomando una carta abierta de encima de la mesa, se la tendió.

 Vení a de Madrid. Un agente secreto del gobernador narraba en ella, en té rminos prudentemente disfrazados, la brusca desgracia del duque de Medina. Era é ste el pariente a cuya casa debí a ir Miguel de paje, allá en Castilla. Miguel leyó lentamente las hojas y devolvió la carta en silencio. Su padre le dijo:

 ‑ Ya habé is regresado de Españ a.

 Don Miguel parecí a hasta tal punto trastornado que el marqué s no pudo por menos de añ adir:

 ‑ No os creí a yo tan impaciente por dar libre curso a vuestra ambició n.

 Y le prometió vagamente, con una condescendencia corté s, que ya se le ocurrirí a cualquier otra idea para compensarlo, proporcioná ndole en Ná poles una colocació n tan digna como aquella de su cuna y rango. Y añ adió:

 ‑ El cariñ o a vuestra hermana deberí a haceros preferible no abandonar ahora Ná poles.

 Don Miguel levantó los ojos hacia su padre. El rostro del gentilhombre era tan impenetrable como siempre. Un criado, con un turbante a la usanza turca de los «itch‑ oglâ n» trajo al gobernador el vino que solí a tomar por las noches. Don Miguel se retiró.

 Una vez fuera, sintió un feliz aturdimiento. Se repetí a continuamente: «Dios no ha querido. »

 Y como si el involuntario cambio de su fortuna, al descargarlo de toda responsabilidad, lo justificase de antemano, experimentaba, junto con una especie de embriaguez, una sú bita facilidad para precipitarse por la pendiente. Corrió a los aposentos de Ana, que a aquellas horas estarí a seguramente sola. El mismo le anunciarí a que se quedaba en Ná poles. Se pondrí a muy contenta.

 El pasillo y la antesala de Ana se hallaban sumidos en la oscuridad. Un dé bil rayo de luz pasaba por debajo de la puerta. Al acercarse, Miguel oyó la voz de Ana, que estaba rezando.

 Inmediatamente se la imaginó má s blanca que su propio camisó n y ocupada por completo de Dios. En la inmensa fortaleza dormida, el ú nico ruido que se percibí a era aquella voz monó tona y baja. Las palabras latinas se desgranaban en el silencio como las gotas de un aguacero frí o y calmante. Don Miguel, insensiblemente, juntó las manos y se unió a la plegaria.

 Ana calló; se apagó el rayo de luz; seguramente se habí a acostado ya. Don Miguel se fue alejando de la puerta poco a poco. Se le ocurrió entonces que alguno de los criados podí a tropezar con é l en la antesala o en el rellano de la escalera. Volvió a sus habitaciones.

 Un furioso anhelo de distracciones se apoderó de é l. Don Ambrosio Caraffa, su padrino, acababa de enviarle dos caballos berberiscos por su decimonoveno aniversario. No se cansaba de hacerlos correr. Dejó su habitació n, situada en el mismo piso que la de doñ a Ana y en la misma ala de la fortaleza, y se instaló en otra, en el extremo opuesto del castillo, no lejos de las caballerizas particulares del gobernador.

 Su padre le creí a ocupado en lamentar la pé rdida de sus ambiciones en Españ a. Ana, que tomó la separació n como un ultraje, pensó que é l sospechaba alguna intervenció n suya en el aplazamiento de su marcha. No osaba justificarse con claridad; su orgullo le impedí a quejarse, mas su pena era harto visible y don Miguel, en las pocas ocasiones en que tropezaba con ella en la sala grande o en los pasillos del Fuerte de San Telmo, preguntaba desabridamente por qué razó n afectaba tanta tristeza.

 Miguel se esforzaba por alternar en la corte del virrey. Tení a en ella pocos amigos. La intransigencia españ ola del gobernador empezaba a levantar contra é ste a la nobleza de la pení nsula. Miguel vagaba solo por entre aquel bullicio y las opulentas bellezas napolitanas, cubiertas de afeites y de joyas, con grandes escotes bajo el esplendor de las arañ as de cristal, le irritaban con su lascivia revestida de petrarquismo. Ana se veí a a veces obligada a comparecer en aquellas fiestas. El la veí a desde lejos, toda vestida de negro, con las caderas monstruosamente ensanchadas por el guardainfante: la gente los separaba; un aburrimiento cada vez má s hondo se desprendí a de los techos con molduras, y el resto de los vivos no eran para é l má s que opacos fantasmas. Por las mañ anas, en el umbral de alguna inmunda taberna del puerto, don Miguel, enfermo, tiritaba de frí o, muerto de cansancio, tan apagado como el cielo cuando se aproxima el alba.

 Má s de una vez, en el pasillo de algú n burdel, habí a tropezado con don Alvaro. Ni uno ni otro quisieron reconocerse; ademá s, don Alvaro llevaba siempre puesta una má scara, segú n la costumbre en esa clase de antros. No obstante, cuando al dí a siguiente Miguel se cruzaba con su padre bajo la poterna del Fuerte de San Telmo, creí a descifrar, en aquel rostro hermé ticamente cerrado, el sarcasmo de una sonrisa.

 Probó con las cortesanas. Pero la má s joven le pareció tan vieja como los pecados de Herodes, y permanecí a acodado en una mesa, perdido en sus pensamientos ‑ siempre los mismos‑, e invitando a beber a los amigos de paso, mientras las mujeres de la taberna se recostaban en su hombro.

 Una noche, en un tugurio de la calle de Toledo, sentado con los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos, contemplaba bailar a una muchacha. No era hermosa; su rostro era desabrido y en las comisuras de los labios tení a ese pliegue amargo de los que sirven al placer de los demá s. Tal vez no tuviera má s de veinte añ os, mas no podí a verse aquella carne miserable sin pensar en los innumerables abrazos que ya la habí an ajado. Un cliente, que la estaba esperando arriba, se impacientaba quizá. La dueñ a del burdel se inclinó en la balaustrada del piso y le gritó:

 ‑ Ana, ¿ subes o qué?

 Ebrio de repugnancia, Miguel se levantó y se fue.

 Inmediatamente creyó percibir que alguien le seguí a. Se metió por una travesí a. No era la primera vez que experimentaba la sensació n de llevar a un espí a tras sus talones. Apresuró el paso. La subida al Fuerte de San Telmo era bastante dura y muy larga. Al llegar, vio que, como siempre cuando volví a de madrugada, las contraventanas de Ana estaban entreabiertas. Una vez en la explanada se dio la vuelta y vislumbró, subiendo las cuestas de Vomero, a su propio escudero, Meneguino d'Aia.

 Aquel hombre, antes de entrar a su servicio, habí a pertenecido durante mucho tiempo a don Ambrosio Caraffa, que tení a en é l puesta su confianza. Pertenecí a a una buena familia y, segú n decí an, habí a conocido tiempos mejores. Su aire de franqueza habí a agradado desde un principio a su nuevo amo; no obstante, desde hací a unas semanas, Miguel se sentí a espiado por aquel criado demasiado perfecto. Sorprendió por los pasillos del castillo misteriosos conciliá bulos entre Meneguino d'Aia y las doncellas de su hermana. Finalmente, en dos o tres ocasiones, lo habí a visto entrar en los aposentos de doñ a Ana, conducido por una sirvienta. Sus luchas interiores, que fatigaban su espí ritu, lo dejaban indefenso ante unas sospechas que é l mismo juzgaba viles. Sus relaciones con la corte y con las tabernas le habí an enseñ ado a temer los peligrosos caprichos de las mujeres.

 Pensó en ponerse a escuchar detrá s de las puertas. Su orgullo se irritó ante tal bajeza.

 Ana, por ser é poca de Carnavales, multiplicaba las oraciones. Estaba al corriente por Meneguino d'Aia de las andanzas, hechos y milagros de don Miguel; aquellos banales pecados le parecí an aú n má s execrables desde que sabí a que los cometí a su hermano. Lo que ella iba imaginando la desesperaba y la turbaba al mismo tiempo. Postergaba dí a tras dí a el momento de hablarle.

 Una mañ ana, cuando Miguel se disponí a a ir a misa, la vio entrar en su habitació n. Se detuvo ella, muy desconcertada, al ver que no estaba solo. Meneguino d'Aia se hallaba al lado de la ventana tratando de arreglar un arné s. Miguel le dijo a Ana, mostrá ndole a aquel hombre:

 ‑ Aquí tené is al que está is buscando.

 Doñ a Ana se puso pá lida; el silencio de ambos se hubiera prolongado durante largo tiempo a no ser por el sirviente de don Ambrosio Caraffa, que dio un paso adelante:

 ‑ Mi señ or ‑ dijo‑, he hecho mal en ocultaros algo. Doñ a Ana, muy inquieta por vuestra conducta, me rogó que velara por vos. Es vuestra hermana mayor y no creo que debá is enfadaros con ella por su gran ternura.

 El rostro de Miguel cambió sú bitamente de expresió n y pareció iluminarse. Sin embargo, su có lera parecí a ir en aumento y exclamó:

 ‑ ¡ Perfecto!

 Y volvié ndose hacia su hermana:

 ‑ ¡ De modo que os ganasteis la confianza de este hombre para espiarme! Por las mañ anas, cuando yo regresaba, me estabais esperando igual que una amante a quien se abandona. ¿ Tené is acaso derecho a ello? ¿ Estoy yo bajo vuestra custodia? ¿ Soy vuestro hijo o vuestro amante?

 Ana, con la cabeza escondida en el respaldo de un silló n, sollozaba. Viendo sus lá grimas, don Miguel pareció aplacarse. Dijo a Meneguino d'Aia:



  

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