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CAPÍTULO CINCO – LAS COBRAS



 

Aterrizaron en Nueva Delhi por la mañ ana. Kate Cold y los fotó grafos, habituados a viajar, se sentí an bastante bien, pero Nadia y Alexander, que no habí an dormido ni una pestañ ada, parecí an los sobrevivientes de un terremoto. Ninguno de los dos estaba preparado para el espectá culo de esa ciudad. El calor los golpeó como una bofetada. Apenas salieron a la calle los rodeó una multitud de hombres, que se les fue encima ofrecié ndose para acarrear el equipaje, servirles de guí a y venderles desde pedacitos de banana cubiertos de moscas hasta estatuas de dioses del panteó n hindú. Medio centenar de niñ os procuraba acercarse con las mantos estiradas, pidiendo unas monedas. Un leproso con media cara comida por la enfermedad y sin dedos se apretaba contra Alexander, mendigando, hasta que un guardia del aeropuerto lo amenazó con su bastó n.

Una masa humana de piel oscura, delicadas facciones y enormes ojos negros los envolvió por completo. Alexander, acostumbrado a la distancia mí nima aceptable ‑ medio metro‑ que separa a las personas en su paí s, se sintió atacado por el gentí o. Apenas podí a respirar. De pronto se dio cuenta de que Nadia habí a desaparecido, tragada por la muchedumbre, y lo invadió el pá nico. Comenzó a llamarla frené ticamente, tratando de desprenderse de las manos que le tironeaban la ropa, hasta que despué s de varios angustiosos minutos logró vislumbrar a cierta distancia las plumas de colores que ella llevaba atadas en su cola de caballo. Se abrió camino a codazos, la cogió de la mano y la arrastró tras los pasos decididos de su abuela y los fotó grafos, quienes habí an estado varias veces en India y conocí an la rutina.

Demoraron media hora en reunir el equipaje, contar los bultos, defenderlos de la gente y coger dos taxis, que los llevaron al hotel, manejando por la izquierda, a la inglesa, por calles abarrotadas. Toda clase de vehí culos circulaban en el mayor desorden, sin respeto por los escasos semá foros o las ó rdenes de los policí as: coches, destartalados autobuses pintados con figuras religiosas, motocicletas con cuatro personas encima, carretas tiradas por bú falos, rikshaws de tracció n humana, bicicletas, carromatos cargados de escolares y hasta un apacible elefante decorado para una ceremonia.

Debieron detenerse por cuarenta minutos en un tapó n del trá fico porque habí a una vaca muerta, rodeada de perros hambrientos y pajarracos negros picoteando su carne descompuesta. Kate explicó que las vacas se consideraban sagradas y nadie las echaba, por eso circulaban por el medio de las calles. Existí a, sin embargo, una policí a especial que las correteaba hacia las afueras de la ciudad y recogí a los cadá veres.

La sudorosa y paciente muchedumbre contribuí a al caos. Un santó n con el pelo enmarañ ado y largo hasta los talones, completamente desnudo y seguido por media docena de mujeres que le tiraban pé talos de flores, cruzó la calle a paso de tortuga, sin que nadie le echara una sola mirada. Evidentemente era un espectá culo normal.

Nadia Santos, criada en una aldea de veinte casas, en el silencio y la soledad del bosque, oscilaba entre el espanto y la fascinació n. Comparado con esto Nueva York parecí a un villorrio. No imaginaba que hubiera tanta gente en el mundo. Entretanto Alexander se defendí a de las manos que se introducí an al taxi ofreciendo mercaderí a o pidiendo limosna, sin poder cerrar las ventanillas, porque se habrí an muerto asfixiados.

Por fin llegaron al hotel. Al cruzar las puertas, vigiladas por guardias armados, se encontraron en medio de un jardí n paradisí aco, donde reinaba la má s absoluta paz. El ruido de la calle habí a desaparecido como por encanto, só lo se oí a el trinar de las aves y el canto de las numerosas fuentes de agua. Por los prados paseaban pavos reales, arrastrando sus colas enjoyadas. Varios mozos vestidos de brocado y terciopelo rebordado de oro, con altos turbantes decorados con plumas de faisá n, como ilustraciones de un cuento de hadas, cogieron su equipaje y los acompañ aron adentro.

 

El hotel era un palacio tallado en má rmol blanco de manera tan extraordinaria, que parecí a un encaje. Los pisos estaban cubiertos por gigantescas alfombras de seda; los muebles eran de finas maderas con incrustaciones de plata, ná car y marfil; sobre las mesas habí a jarrones de porcelana rebosantes de flores perfumadas. Por todas partes crecí an frondosas plantas tropicales en maceteros de cobre repujado y habí a jaulas de complicada arquitectura, donde cantaban pá jaros de plumaje multicolor. El palacio habí a sido la residencia de un maharajá, quien perdió poder y fortuna despué s de la independencia de India, y ahora lo alquilaba a una compañ í a hotelera americana. El maharajá y su familia todaví a ocupaban un ala del edificio, separada de los hué spedes del hotel. Por las tardes solí an bajar a tomar el té con los turistas.

La habitació n que compartí an Alexander y los fotó grafos era recargada y lujosa. En el bañ o habí a una piscina de azulejos y en la pared un fresco representando una cacerí a de tigres: los cazadores, armados de escopetas, iban montados en elefantes y rodeados por un sé quito de sirvientes a pie, provistos de lanzas y flechas. Estaban en el piso má s alto, y por el balcó n podí an apreciar los fabulosos jardines separados de la calle por un alto muro.

– Esas personas que ves acampando allí abajo son familias que nacen, viven y mueren en la calle. Sus ú nicas posesiones son la ropa que llevan sobre el cuerpo y unos tarros para cocinar. Son los intocables, los má s pobres de los pobres ‑ explicó Timothy Bruce, señ alando unos toldos de trapos en la acera, al otro lado del muro.

El contraste entre la opulencia del hotel y la absoluta miseria de aquella gente produjo en Alexander una reacció n de furia y horror. Má s tarde, cuando quiso compartir sus sentimientos con Nadia, ella no entendió a qué se referí a. Ella poseí a lo mí nimo y el esplendor de aquel palacio le resultaba agobiante.

– Creo que estarí a má s có moda afuera, con los intocables, que aquí adentro con todas estas cosas, Jaguar. Estoy mareada. No hay un pedacito de pared sin adornos, no hay dó nde descansar la vista. Demasiado lujo. Me ahogo. ¿ Y por qué nos hacen reverencias estos prí ncipes? ‑ preguntó, señ alando a los hombres vestidos de brocado y con turbantes emplumados.

– No son prí ncipes, Á guila, son empleados del hotel ‑ se rió su amigo.

– Diles que se vayan, no los necesitamos.

– Es su trabajo. Si les digo que se vayan, los ofenderí a. Ya te acostumbrará s.

Alexander volvió al balcó n para observar a los intocables en la calle, que sobreviví an en la mayor de las miserias, apenas cubiertos por trapos. Angustiado ante el espectá culo, separó unos dó lares de los pocos que tení a, los cambió en rupias y salió a repartirlos entre ellos. Nadia se quedó en el balcó n, siguié ndolo con la vista. Desde su puesto podí a ver los jardines, los muros del hotel y al otro lado la masa de gente pobre. Vio a su amigo cruzar las rejas custodiadas por los guardias, aventurarse solo entre la muchedumbre y empezar a repartir sus monedas entre los niñ os má s cercanos. En pocos instantes se encontró rodeado por docenas de personas desesperadas. Habí a prendido como pó lvora la noticia de que un extranjero estaba regalando dinero y de todas partes convergí a má s y má s gente, como una incontenible avalancha humana.

Al comprender que en cuestió n de minutos Alexander serí a aplastado, Nadia corrió escaleras abajo llamando a voz en cuello. A sus gritos acudieron pasajeros y empleados del hotel, que contribuyeron a la alarma y la confusió n general. Todos opinaban, mientras los segundos pasaban con rapidez. No habí a tiempo que perder, pero nadie parecí a capaz de tomar una decisió n. De pronto surgió Tex Armadillo y en un abrir y cerrar de ojos se hizo cargo de la situació n.

– ¡ Rá pido! ¡ Vengan conmigo! ‑ ordenó a los guardias armados que vigilaban las puertas del jardí n.

Los condujo sin vacilar al centro de la revuelta que se habí a formado en la calle, donde procedió a repartir puñ etazos, mientras los guardias intentaban abrirse paso a golpes de culata. Armadillo le arrebató el arma a uno de ellos y disparó dos tiros al aire. De inmediato el movimiento de la gente má s cercana se detuvo en seco, pero los de atrá s seguí an empujando para acercarse.

Tex Armadillo aprovechó el momento de desconcierto para alcanzar a Alexander, quien ya estaba en el suelo y con la ropa hecha jirones. Lo cogió por las axilas y con la ayuda de los guardias logró arrastrarlo a lugar seguro dentro del hotel, despué s de recuperar los lentes del muchacho, que por un milagro estaban intactos en el suelo. Enseguida cerraron las rejas del palacio, mientras afuera aumentaba el griterí o.

– Eres má s tonto de lo que pareces, Alexander. No puedes cambiar nada con unos pocos dó lares. India es India, hay que aceptarla tal cual es ‑ fue el comentario de Kate Cold cuando lo vio llegar bastante aporreado.

– ¡ Con ese criterio todaví a estarí amos en la é poca de las cavernas! ‑ replicó é l, secá ndose la sangre de la nariz.

– Estamos, niñ o, estamos ‑ dijo ella, disimulando el orgullo que la actitud de su nieto le provocaba.

 

En la terraza del hotel, sentada bajo un gran quitasol blanco con flecos dorados, una mujer habí a observado la escena. Aparentaba unos cuarenta añ os muy bien llevados, delgada, alta, atlé tica, vestida con pantalones y camisa de algodó n color caqui, sandalias y un bolso de cuero muy usado, que habí a tirado al suelo, entre sus pies. Su melena negra y lisa, con un grueso mechó n blanco en la frente, enmarcaba su rostro de facciones clá sicas: ojos castañ os, cejas arqueadas y gruesas, nariz recta y boca expresiva. A pesar de la sencillez de su atuendo, tení a un aire aristocrá tico y elegante.

– Eres un joven valiente ‑ dijo la desconocida a Alexander una hora má s tarde, cuando el grupo del International Geographic estaba reunido en la terraza.

El muchacho sintió que se le encendí an las orejas.

– Pero debes tener cuidado, no está s en tu paí s ‑ agregó ella, en perfecto inglé s, aunque con un leve acento centroeuropeo, cuya exacta procedencia era difí cil de precisar.

En ese instante llegaron dos mozos trayendo grandes bandejas de plata con té chai al estilo de India, preparado con leche, especias y mucha azú car. Kate Cold invitó a la viajera a compartirlo con ellos. Tambié n habí a invitado a Tex Armadillo, agradecida por su pronta acció n, que salvó la vida de su nieto, pero el hombre se mantuvo aparte, despué s de manifestar que preferí a una cerveza y su perió dico. A Alexander le extrañ ó que ese hippie, quien por todo equipaje llevaba una andrajosa bolsa de lona y un saco de dormir, se hospedara en el palacio del maharajá, pero supuso que el costo debí a ser muy bajo. India resultaba barato para quien tuviera dó lares.

Pronto Kate Cold y su invitada estaban cambiando impresiones, y así descubrieron que todos iban al Reino del Dragó n de Oro. La desconocida se presentó como Judit Kinski, arquitecta de jardines, y les contó que viajaba con una invitació n oficial del rey, a quien habí a tenido el honor de conocer recientemente. Dijo que, al saber que el monarca estaba interesado en cultivar tulipanes en su paí s, le habí a escrito ofrecié ndole sus servicios. Pensaba que, bajo ciertas condiciones, los bulbos de esas flores podrí an adaptarse al clima y al terreno del Reino Prohibido. De inmediato é ste le habí a pedido que se entrevistaran y ella habí a escogido hacerlo en Amsterdam, dada la fama mundial de los tulipanes holandeses.

– Su Majestad sabe tanto de tulipanes como el má s experto. En realidad no me necesita para nada, habrí a podido llevar a cabo el proyecto é l solo; pero aparentemente le gustaron algunos diseñ os de jardines que le mostré y tuvo la amabilidad de contratarme ‑ explicó ‑. Hablamos mucho de sus planes de crear nuevos parques y jardines para su pueblo, preservando las especies autó ctonas e incorporando otras. Es consciente de que esto debe hacerse con mucho cuidado para no romper el equilibrio ecoló gico. En el Reino Prohibido existen plantas, pá jaros y algunos pequeñ os mamí feros que han desaparecido en el resto del mundo. Ese paí s es un santuario de la naturaleza.

El grupo del International Geographic pensó que el monarca debió haber quedado tan encantado con Judit Kinski como lo estaban ellos. La mujer producí a una impresió n memorable: irradiaba una combinació n de fuerza de cará cter y feminidad. Al observarla de cerca la armoní a de su rostro y la elegancia natural de sus gestos resultaban tan extraordinarias, que era difí cil quitarle los ojos de encima.

– El rey es un paladí n de la ecologí a. Lá stima que no haya má s gobernantes como é l. Está suscrito al International Geographic. Por eso nos facilitó las visas y aceptó que hicié ramos un reportaje ‑ explicó a su vez Kate.

– Es un paí s muy interesante ‑ dijo Judit Kinski.

– ¿ Usted lo ha visitado antes? ‑ preguntó Timothy Bruce.

– No, pero he leí do mucho sobre é l. Para este viaje he tratado de prepararme, no só lo en lo referente a mi trabajo, sino tambié n sobre la gente, las costumbres, las ceremonias… No quiero ofenderlos con mis rudos modales occidentales ‑ sonrió ella.

– Supongo que ha oí do hablar del fabuloso Dragó n de Oro… ‑ sugirió Timothy Bruce.

– Aseguran que nadie lo ha visto, excepto los reyes. Puede ser só lo una leyenda ‑ replicó ella.

El tema no volvió a mencionarse, pero Alexander notó el brillo de entusiasmo en los ojos de su abuela y adivinó que ella harí a lo posible por acercarse a aquel tesoro. El desafí o de ser la primera en probar su existencia era irresistible para la escritora.

Kate Cold y Judit Kinski se pusieron de acuerdo para intercambiar datos y ayudarse, como correspondí a a dos forasteras en una regió n desconocida. En el otro extremo de la terraza, Tex Armadillo bebí a su cerveza con el perió dico sobre las rodillas. Unos lentes oscuros con vidrios de espejo cubrí an sus ojos, pero Nadia Santos sentí a su mirada examinando al grupo.

 

Só lo disponí an de tres dí as para hacer turismo. Tení an la ventaja de que mucha gente hablaba inglé s, porque India fue colonia del Imperio britá nico durante varios siglos. Sin embargo, en tan poco tiempo no alcanzarí an ni a rascar la superficie de Nueva Delhi, como dijo Kate, y mucho menos entender esa compleja sociedad. Los contrastes eran para volver loco a cualquiera: increí ble miseria por un lado, belleza y opulencia por otro. Habí a millones de analfabetos, pero las universidades producí an los mejores té cnicos y cientí ficos. Las aldeas no contaban con agua potable, mientras el paí s fabricaba bombas nucleares. India tení a la mayor industria de cine del mundo, y tambié n el mayor nú mero de santones cubiertos de ceniza que jamá s se cortaban el cabello o las uñ as. Só lo los millares de dioses del hinduismo o el sistema de castas, requerí an añ os de estudio.

Alexander, acostumbrado a que en Amé rica cada uno hace con su vida má s o menos lo que quiere, se horrorizó con la idea de que las personas estuvieran determinadas por la casta en que nací an. Nadia, en cambio, escuchaba las explicaciones de Kate sin emitir juicios.

– Si hubieras nacido aquí, Á guila, no podrí as elegir a tu marido. Te habrí an casado a los diez añ os con un viejo de cincuenta. Tu padre arreglarí a tu matrimonio y tú no podrí as ni siquiera opinar ‑ le dijo Alexander.

– Seguro que mi papá escogerí a mejor que yo… ‑ sonrió ella.

– ¿ Está s demente? ¡ Yo jamá s permitirí a una cosa así! ‑ exclamó el muchacho.

– Si hubié ramos nacido en el Amazonas en la tribu de la gente de la neblina, tendrí amos que cazar nuestra comida con dardos envenenados. Si hubié ramos nacido aquí, no nos parecerí a raro que los padres arreglaran el matrimonio ‑ argumentó Nadia.

– ¿ Có mo puedes defender este sistema de vida? ¡ Mira la pobreza! ¿ Te gustarí a vivir así?

– No, Jaguar, pero tampoco me gustarí a tener má s de lo que necesito ‑ replicó ella.

Kate Cold los llevó a visitar palacios y templos; tambié n los paseó por los mercados, donde Alexander compró pulseras para su madre y sus hermanas, mientras a Nadia le pintaban las manos con henna, como a las novias. El dibujo era un verdadero encaje y permanecerí a en la piel dos o tres semanas. Borobá iba, como siempre, en el hombro o la cadera de su ama, pero allí no llamaba la atenció n, como ocurrí a en Nueva York, porque los monos eran má s comunes que los perros.

En una plaza habí a dos encantadores de serpientes, sentados en el suelo con las piernas cruzadas, tocando sus flautas. Las cobras asomaban de sus canastos y permanecí an erguidas, ondulando, hipnotizadas por el sonido de las flautas. Al ver aquello Borobá empezó a chillar, soltó a su ama y se trepó deprisa a una palmera. Nadia se aproximó a los encantadores y empezó a murmurar algo en el idioma de la selva. De pronto los reptiles se volvieron hacia ella, silbando, mientras sus afiladas lenguas cortaban el aire. Cuatro pupilas alargadas se fijaron como puñ ales en la muchacha.

Antes que nadie pudiera preverlo, las cobras se deslizaron fuera de sus canastos y se arrastraron zigzagueando hacia Nadia. Una griterí a estalló en la plaza y se produjo una estampida de pá nico entre la gente que presenciaba el incidente. En pocos instantes no quedó nadie cerca, só lo Alexander y su abuela, paralizados de sorpresa y terror. Los encantadores procuraban inú tilmente dominar a las serpientes con el sonido de las flautas, pero no osaban acercarse. Nadia permaneció impasible, una expresió n má s bien divertida en su rostro dorado. No se movió ni un milí metro, mientras las cobras se le enrollaban en las piernas, subí an por su cuerpo delgado, alcanzaban su cuello y su cara, siempre silbando.

Bañ ada de sudor helado, Kate creyó que se iba a desmayar por primera vez en su vida. Cayó sentada al suelo y allí se quedó, blanca y con los ojos desorbitados, sin poder articular ni un sonido. Pasado el primer momento de estupor, Alexander comprendió que no debí a moverse. Conocí a de sobra los extrañ os poderes de su amiga; en el Amazonas la vio coger con la mano a una surucucú, una de las serpientes má s venenosas del mundo, y lanzarla lejos. Supuso que si nadie daba un mal paso que pudiera alterar a las cobras, Á guila estaba a salvo.

La escena duró varios minutos, hasta que la muchacha dio una orden en su lengua del bosque y los reptiles descendieron de su cuerpo y regresaron a sus canastos. Los encantadores colocaron las tapas rá pidamente, cogieron los canastos y salieron corriendo, convencidos de que esa extranjera con plumas en el peinado era un demonio.

Nadia llamó a Borobá y, una vez que lo tuvo de nuevo montado en el hombro, continuó paseando por la plaza con la mayor calma. Alexander la siguió sonriendo, sin un solo comentario, muy divertido al ver que su abuela habí a perdido por completo su tradicional compostura ante el peligro.

 



  

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