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DECIMOTERCERA PARTE 2 страница



Pocos dí as antes de su partida se celebró un servicio de acció n de gracias en la catedral para honrar la Victoria alcanzada por las tropas rusas. Nicolá s fue a la iglesia. Se colocó, por orden de jerarquí as, detrá s del gobernador y se dejó mecer por los pensamientos má s diversos. Estuvo en pie durante todo el acto. Cuando se concluyó el servicio le llamó la esposa del gobernador.

‑ ¿ Has visto a la Princesa? ‑ preguntó señ alá ndole con la cabeza a una señ ora vestida de negro que estaba cerca del altar.

Nicolá s la reconoció al punto, no tanto por el perfil que distinguí a bajo el sombrero, sino por el sentimiento de dolor y de compasió n que le sobrecogió enseguida. La princesa Marí a, que estaba evidentemente sumida en sus pensamientos, hizo por ú ltima vez la señ al de la cruz y se dispuso a salir de la iglesia.

Nicolá s contempló con asombro su semblante. Era el que ya conocí a, con una expresió n reconcentrada y espiritual, pero aquel dí a tení a un brillo distinto. Aquella expresió n conmovedora de tristeza le impresionó vivamente.

Como le sucedí a siempre en su presencia, sin escuchar a la esposa del gobernador, sin preguntarse si serí a correcto o no dirigirle la palabra en la iglesia, se aproximó a ella para decirle que conocí a la causa de su dolor y que la compadecí a con toda su alma. Una luz repentina iluminó el rostro de Marí a al oí r el sonido de su voz, y su dolor se dulcificó.

‑ Só lo quiero decirle una cosa ‑ murmuró Nicolá s ‑. Que si el prí ncipe André s Nikolaievitch ya no existiera, como es comandante de regimiento, su nombre vendrí a en la lista que publican los perió dicos.

La princesa le miró sin comprender el sentido de sus palabras, feliz al reparar en la expresió n de simpatí a con que el joven la miraba.

‑ Ademá s ‑ prosiguió Nicolá s ‑, las heridas por explosió n (los perió dicos hablan de una granada) matan al punto o son leves. Yo estoy convencido de que...

La Princesa le interrumpió.

‑ ¡ Ah, serí a espantoso! ‑ exclamó.

Y sin explicar la causa de su emoció n, inclinó la cabeza con un movimiento lleno de gracia (como todos los que hací a ante é l), le dirigió una mirada de reconocimiento y siguió a su tí a.

Nicolá s se quedó por la tarde en casa para terminar sus cuentas con los chalanes. Cuando hubo concluido advirtió que no podí a pensar en salir porque se le habí a hecho tarde, y empezó a pasear por la habitació n pensando en la vida, cosa insó lita en é l.

La princesa Marí a le habí a producido en Smolensk una impresió n agradable. El hecho de volver a verla en condiciones tan particulares y la coincidencia de que su madre se la mostrara como un buen partido hicieron que la mirase con una atenció n especial.

En Voronezh, esta impresió n fue no só lo agradable, sino tambié n muy viva. La belleza moral, poco comú n, que esta vez observó en ella, le impresionó profundamente.

Sin embargo, tení a que salir de Voronezh y no pensaba lamentar la pé rdida de la ocasió n de ver a la Princesa.

Pero su encuentro con ella en la iglesia le habí a producido una emoció n má s honda de lo que sospechaba y deseaba para su tranquilidad en el porvenir. Aquel rostro fino, pá lido, triste; aquella mirada radiante; aquellos graciosos movimientos, y, sobre todo, aquella tristeza tierna y profunda que se imprimí a en sus rasgos, le turbaban y le atraí an.

Rostov no podí a soportar la actitud de superioridad espiritual en los hombres (por ello no le era simpá tico el prí ncipe André s). Hablaba de esto con desprecio, calificá ndolo de filosofí a, de sueñ os, pero esta misma tristeza en la princesa Marí a, tristeza que expresaba toda la profundidad de un mundo espiritual que le era desconocido, le atraí a de manera irresistible.

Tení a los ojos y la garganta llenos de lá grimas cuando, inesperadamente, entró Lavruchka con un montó n de papeles en la mano.

‑ ¡ Imbé cil! ¿ Por qué entras cuando nadie te llama? ‑ le increpó Nicolá s, cambiando al momento de actitud.

‑ De parte del gobernador ‑ dijo Lavruchka con voz soñ olienta ‑. El correo ha traí do para usted estas cartas.

‑ ¡ Bueno! ¡ Má rchate!

Las cartas eran dos: una de Sonia, en la que le devolví a su palabra; otra de la Condesa. Las dos vení an de Troitza. Su madre le hablaba de los ú ltimos dí as de Moscú, de su marcha, del incendio, de la pé rdida de toda su fortuna. Agregaba, entre otras cosas, que el prí ncipe André s estaba herido y los acompañ aba; que su estado era grave, pero que el mé dico abrigaba esperanzas de que curarí a, y que Sonia y Natacha eran sus enfermeras y le cuidaban.

La carta de Sonia no sorprendió demasiado a Nicolá s. Sabí a cuá nto empeñ o tení a su madre en romper aquel compromiso para poder casarle con una rica heredera.

Nicolá s se dirigió al dí a siguiente, con la carta en la mano, a casa de la princesa Marí a. Ni uno ni otra profirieron una sola palabra que hiciera alusió n a los cuidados que prodigaba Natacha a André s; pero, gracias a aquella carta, Nicolá s se sintió de improviso como si fuera pariente de la Princesa.

Al otro dí a presenció su marcha para Iaroslav y, algunos despué s, se incorporó a su regimiento.

VI

 

En la casa convertida en prisió n adonde se condujo a Pedro, lo mismo el oficial que los soldados que le detuvieron adoptaban una actitud hostil y respetuosa al mismo tiempo cuando le dirigí an la palabra. Por el modo que tení an de tratarle se veí a que seguí an sin descubrir su posició n social (podí a ser hombre rico e importante), y si le demostraban animosidad era por la lucha reciente, cuerpo a cuerpo, que acababan de sostener con é l.

Mas cuando, a la mañ ana siguiente, fueron reemplazados por la nueva guardia, Pedro reparó en que ni el oficial nuevo ni los nuevos soldados le concedí an la menor importancia. En aquel burgué s de formas macizas, vestido con un caftá n como un mujik, no veí an al hé roe que se batió la ví spera con los merodeadores y que salvó a la niñ a, sino ú nicamente a un ruso má s; el nú mero diecisiete, de los detenidos por orden de la autoridad superior. Pedro se destacaba, no obstante, por su aire tranquilo y reconcentrado y por su francé s, que hablaba correctamente. Aquel mismo dí a le unieron a los demá s detenidos sospechosos, porque la habitació n que ocupaba le hizo falta al oficial.

Todos sus compañ eros eran hombres de condició n inferior y se apartaban de é l, sobre todo porque hablaba en francé s. Pedro los oyó con tristeza burlarse de su persona.

Al dí a siguiente por la tarde supo que los detenidos (y probablemente é l entre ellos) serí an juzgados como incendiarios.

Al tercer dí a los condujeron a todos a una casa y los colocaron delante de un general francé s de blanco bigote, de dos coroneles y de varios oficiales con los brazos en cabestrillo. Con esa precisió n que caracteriza a interrogatorios de esta especie, se les dirigió por separado las preguntas siguientes: «¿ Quié n eres? », «¿ Dó nde estabas? », «¿ Qué hací as allí? », etcé tera.

A la pregunta «¿ Qué hací as cuando te detuvieron? », Pedro repuso con cierto aire melodramá tico que iba a devolver a sus padres a una niñ a que acababa de salvar de las llamas.

‑ ¿ Por qué te batiste con el merodeador?

‑ En defensa de una mujer. El deber de todo hombre honrado es...

Le interrumpieron para decirle que aquellas consideraciones no tení an nada que ver con su asunto.

‑ ¿ Qué hací as en el patio de la casa incendiada donde te vieron varios testigos?

‑ Querí a ver lo que pasaba en Moscú ‑ respondió.

Entonces volvieron a interrumpirle.

A continuació n se le preguntó adó nde iba, por qué estaba cerca del incendio y quié n era. De paso se le recordó que ya se habí a negado a dar su nombre.

Pedro dijo de nuevo que no podí a responder a la pregunta.

‑ Eso no está bien ‑ dijo severamente el general del blanco bigote y el rostro rubicundo.

Al cuarto dí a comenzó el incendio por las murallas Zubovski. Pedro y sus compañ eros fueron trasladados a Krimski‑ Brod y encerrados en un almacé n.

Al pasar por las calles, el prisionero se sintió asfixiado por el humo que llenaba la ciudad entera. En diversos puntos se veí an incendios. Pedro, que no comprendí a aú n el significado de la destrucció n de la ciudad, contempló con horror las llamas.

El 8 de septiembre se condujo a los prisioneros, por el campo Devitche, situado a la derecha del convento de monjas, a un punto en que se alzaba un poste. Detrá s del poste habí a una fosa recié n abierta y, cerca de ella, un gran gentí o. Se componí a é ste de unos cuantos rusos y de gran nú mero de soldados de Napoleó n: alemanes, italianos y franceses, todos con traje militar. A derecha e izquierda del poste habí a una fila de tropas francesas vestidas con uniforme azul de charretera roja, cascos y morriones.

Una vez colocados los acusados por el orden que indicaba la lista (Pedro era el sexto) se les mandó que se acercaran al poste. De pronto, los tambores redoblaron a ambos lados del campo, y a su son creyó Pedro que se le desgarraba el alma. Perdió la capacidad de pensar; ú nicamente veí a y oí a. Su alma sentí a un solo deseo: que acabase lo antes posible la terrible cosa que iba a ocurrir. Miró con atenció n a sus camaradas. Los dos del extremo habí an sido rasurados en la prisió n; uno era alto, delgado; el otro, moreno, velludo, musculoso, de nariz aplastada; el tercero era un criado de cuarenta y cinco añ os, de cabello gris, grueso y bien alimentado; el cuarto, un campesino muy guapo, de barba rubia y larga y ojos negros; el quinto, un obrero de fá brica, muchacho pobre y enclenque, de dieciocho añ os, vestido como un carpintero.

Pedro oyó que los franceses hablaban de si debí a fusilarse a los prisioneros de uno a uno o de dos en dos.

‑ ¡ De dos en dos! ‑ decidió frí amente el oficial.

La fila de soldados cobró sú bito movimiento. Todos se daban prisa, no como quien va a realizar un acto que todo el mundo comprende y aprueba, sino como quien desea acabar pronto una tarea desagradable, necesaria y poco comprensible.

Un funcionario francé s que lucí a una faja se acercó a la hilera de prisioneros y les leyó la sentencia en ruso y en francé s. Luego, cuatro soldados franceses se acercaron a los presos y, por indicació n del oficial, se llevaron a los dos del extremo. Los condenados avanzaron hasta llegar junto al poste; allí se detuvieron y, mientras se iban a buscar unos sacos, ellos miraron a su alrededor, en silencio, como bestias salvajes a las que acosan los cazadores. Uno de ellos se persignaba sin cesar; el otro se rascaba la espalda y sus labios simulaban una sonrisa. Los soldados les vendaron los ojos con los sacos y los sujetaron al poste. Pedro les volvió la espalda para no ver lo que iba a suceder. De improviso sonó un chasquido, luego un ruido semejante al má s horrí sono de los truenos; así se lo pareció a Pedro, que se volvió de frente. Pá lidos, con las manos tré mulas, los franceses hací an algo junto a la fosa. Luego se llevaron a los dos presos siguientes. É stos miraban a todos en silencio; sus ojos pedí an auxilio en vano y no parecí an comprender ni creer en lo que iba a ocurrir.

No podí an creerlo porque só lo ellos sabí an el significado de su propia vida. De aquí que no concibieran que se la pudiesen arrebatar.

Pedro, que no querí a ver, se volvió de nuevo, pero una detonació n espantosa le desgarró los tí mpanos y, al propio tiempo, divisó el humo, la sangre, los rostros pá lidos y espantados de los franceses, que volví an a maniobrar junto al poste y con manos temblorosas se empujaban unos a otros. Pedro suspiró con fuerza y echó una mirada a su alrededor, como si preguntara: «¿ Qué significa esto? » La misma pregunta se leí a en todas las miradas que se tropezaban con la suya.

En las caras de los rusos, en las de los soldados franceses, en las de los oficiales, en todos los rostros sin excepció n, se leí a el mismo horror, el mismo miedo, la misma lucha que se entablaba en su alma. «¿ Para qué hacer esto? »

«Todos sufren como yo. ¿ Quié n habrá mandado esto, quié n, quié n habrá sido? », se decí a Pedro.

‑ ¡ Tiradores del ochenta y seis, adelante! ‑ gritó una voz.

A continuació n se llevaron solo al quinto prisionero, el que estaba al lado de Pedro.

Este se dio cuenta de que estaba salvado y de que le habí an llevado allí só lo para que presenciara las ejecuciones. Era evidente que se habí an enterado de que era un personaje, cuyo fusilamiento habrí a podido originar complicaciones.

Con horror creciente, sin sentir alegrí a ni tranquilidad, observaba lo que sucedí a ante é l. El quinto sentenciado era el obrero.

En cuanto le tocaron dio un salto y se asió a Pedro, que se estremeció y se desprendió de é l.

El obrero no pudo andar solo. Tuvieron que cogerlo por debajo de los sobacos, y murmuró palabras ininteligibles. Al colocarle ante el poste calló de pronto. ¿ Se daba cuenta de que clamaba en vano o creí a imposible que fueran a matarle? Se quedó quieto junto al poste, esperando a que le vendaran los ojos, como a sus compañ eros, mientras miraba a la multitud con ojos brillantes. Pedro no pudo volverse esta vez ni cerrar los ojos. Su curiosidad y su emoció n llegaban al lí mite, como la de todos los presentes. El quinto preso estaba ya tan tranquilo, al parecer, como los anteriores. Se cruzó el abrigo y con uno de los pies descalzos se frotó el otro.

Cuando le vendaron los ojos se arrancó el trapo. El nudo le hací a dañ o. Al atarle al ensangrentado poste se inclinó, pero como se hallaba incó modo en aquella postura se enderezó y se apoyó en é l con las piernas rí gidas.

Pedro no le perdió de vista y observaba hasta sus menores movimientos. Es probable que los demá s oyeran la voz de mando, así como el disparo de los ocho fusiles. Pedro no percibió nada, ú nicamente vio inmovilizarse al obrero, mientras dos manchas de sangre aparecí an en dos puntos de su cuerpo. Vio tambié n ponerse muy tirantes las cuerdas bajo el peso de su cuerpo y que é l doblaba de manera anormal la cabeza y las piernas y, luego, que caí a al suelo.

Nadie impidió que Pedro se acercara al poste. Unos hombres pá lidos trabajaban a su alrededor. La mandí bula inferior de un viejo y bigotudo francé s temblaba mientras deshací a los nudos de la cuerda. El cuerpo de la ví ctima se contraí a. Los soldados le arrastraron con torpeza, apresuradamente, hasta el otro lado del poste y le echaron a la fosa.

Aquellos soldados sabí an que eran unos criminales y se apresuraban a ocultar las huellas de sus crí menes.

Pedro se asomó a la fosa y vio allá abajo al obrero con las rodillas dobladas a la altura de la cabeza y un hombro má s alto que otro. Este hombro se alzaba y bajaba nerviosamente.

Pero ya la tierra caí a sobre los cuerpos. Un soldado dijo a Pedro que se apartara. Pedro no entendió lo que le ordenaban y siguió junto al poste, sin que nadie le echase de allí. Cuando la fosa quedó cubierta por completo, se oyó una orden. Se llevaron a Pedro a su sitio y las tropas francesas, que seguí an inmó viles junto al poste, dieron media vuelta y desfilaron ante é l. Veinticuatro tiradores con los fusiles descargados se acercaron allí mientras desfilaban las compañ í as ante ellos.

Pedro contempló con ojos apagados a los tiradores, que, de dos en dos, salí an del circulo.

Todos menos uno se unieron a sus camaradas. Un soldado joven, pá lido como un muerto, tocado con un casco y con el fusil en la mano, permanecí a delante de la fosa, en el mismo sitio donde habí a disparado. Se tambaleaba como un borracho; sus piernas avanzaban y retrocedí an para sostener su cuerpo vacilante. Un viejo soldado, un suboficial, salió de las filas, cogió al soldado por un hombro y lo hizo entrar en ellas. La multitud, compuesta de rusos y franceses, se dispersó. Todos marchaban en silencio, con la cabeza baja.

‑ Esto les enseñ ará a no ser incendiarios... ‑ comentó un francé s.

Pedro se volvió al que hablaba; observó que era un soldado que querí a olvidar lo que acababa de hacer, sin conseguirlo. Hizo un ademá n y se fue.

 

VII

Despué s de la ejecució n se separó a Pedro de los demá s detenidos y se le dejó solo en una capilla saqueada.

Por la tarde, el suboficial de servicio y dos soldados entraron en la capilla e informaron al preso de que habí a sido indultado e iba a ser conducido a las viviendas de los detenidos militares. Sin comprender lo que se le decí a, Pedro se levantó y siguió a los soldados. Fue conducido a las barracas construidas con vigas quemadas en la parte alta de las afueras y se le hizo entrar en una de ellas.

Una veintena de presos le rodearon en la oscuridad. É l los miró sin comprender quié nes eran, por qué estaban allí y qué era lo que querí an de é l. Escuchaba las palabras que se le dirigí an, sin sacar de ellas la menor conclusió n; no comprendí a su importancia. Respondió a las preguntas que se le hicieron sin ver a la persona o personas que las hací an ni có mo se interpretaban sus respuestas. Miraba las expresiones, las caras, y todas le parecí an iguales.

Desde que presenció, a su pesar, la horrible matanza cometida por los hombres, experimentaba una sensació n singular: le parecí a que se habí a roto en é l el resorte del que dependí a su vida y que todo era polvo ahora a su alrededor.

Sin que lo advirtiera, se disipaba en su alma la fe en el bienestar del mundo, en el alma, en Dios. Ya habí a sentido otras veces algo parecido, pero no con tanta intensidad.

Antes, cuando una duda parecida le asaltaba, se decí a que dudaba por culpa suya; se daba cuenta de que el medio de librarse de la incertidumbre y de la desesperació n estaba en é l mismo.

Ahora no creí a ser el culpable de que el mundo se derrumbara ante su vista dejando ruinas ú nicamente. Se hací a cargo de que no estaba en su mano recobrar la fe en la vida.

A su alrededor, en la oscuridad, se encontraban gentes desconocidas, y era muy probable que é l las divirtiera. Se le dirigió la palabra, se le trasladó a otra parte y, por fin, se encontró en un rincó n de la barraca con unos seres que se interpelaban riendo.

‑ Sí, compañ eros..., fue el prí ncipe mismo quien... ‑ dijo una voz desde el extremo opuesto de la barraca.

Silencioso e inmó vil, sentado en la paja junto a la pared, Pedro abrí a y cerraba los ojos.

Pero, apenas bajaba los pá rpados, veí a ante é l el rostro espantoso del obrero y los má s horribles todaví a de sus involuntarios asesinos.

A su lado se hallaba sentado un hombre de talla exigua, de cuya presencia se habí a dado cuenta enseguida por el fuerte olor a sudor que se desprendí a de é l a cada uno de sus movimientos. Este hombre estaba encogido en la oscuridad y, aunque Pedro no le veí a el rostro, se daba cuenta que no le quitaba la vista de encima. Al mirarle má s atentamente, comprendió lo que hací a: se descalzaba de una manera que le llamó la atenció n.

Despué s de desatar los cordones que rodeaban una de sus piernas, los arrolló con cuidado y enseguida se quitó los de la otra pierna, mirando a Pedro.

Cuidadosamente, con movimientos regulares, el hombre se descalzó, colgó el zapato de uno de los clavos de madera que habí a en la pared, sobre su cabeza, y, sacando una navaja, cortó algo con ella. Luego la cerró, se la guardó, se instaló con má s comodidad y miró fijamente a Pedro.

Este experimentaba una sensació n agradable, consoladora, inspirada por los movimientos regulares e incluso el olor de aquel hombre, que no le quitaba ojo.

‑ Ha presenciado usted muchas ejecuciones, ¿ verdad, señ or? ‑ le interrumpió de repente.

La voz cantarina del hombre era tan acariciadora, tan natural, que Pedro quiso responder; pero le temblaban los labios y los ojos se le llenaron de lá grimas. Inmediatamente, sin esperar a que le hablase de sus sufrimientos, el hombrecillo se puso a charlar con la misma agradable voz.

‑ No te disgustes, amigo ‑ recomendó con ese acento tierno, cantarí n, acariciador, con que hablan las viejas rusas ‑. No te disgustes, amigo. El pesar dura una hora; la vida, un siglo. Nosotros vivimos en este mundo gracias a Dios. Los hombres son así, unos buenos y otros malos.

Y con un á gil movimiento se levantó, empezó a toser y se fue al otro lado de la barraca.

‑ ¡ Ah, malvada! ¿ Conque has vuelto? ‑ dijo desde su nuevo rincó n con la misma voz llena de ternura ‑. Ha vuelto, se acuerda de mí... ¡ Bueno, basta!

Y rechazando a una perrita que daba saltos a su alrededor regresó a su sitio y se sentó otra vez. Tení a algo en la mano.

‑ Toma, come si quieres ‑ dijo a Pedro con acento respetuoso, ofrecié ndole unas patatas cocidas ‑. Son excelentes.

A Pedro, que no habí a comido nada desde la ví spera, le pareció muy apetitoso el olor de las patatas. Las aceptó, dio las gracias a su compañ ero y se puso a comer.

‑ ¿ Por qué te las comes así? ‑ dijo é ste sonriendo ‑. Mira có mo lo hago yo ‑ agregó cogiendo una patata y cortá ndola con el cuchillo en dos partes iguales.

Hecho esto, roció de sal una de ellas y se la ofreció a Pedro.

‑ Son excelentes ‑ repitió ‑. Come.

A Pedro le pareció, en efecto, que nunca habí a probado nada mejor.

‑ A mí me da lo mismo ‑ observó é ste ‑, pero ¿ por qué han fusilado a esos desgraciados? ¡ El ú ltimo no habí a cumplido los veinte añ os!

‑ ¡ Chist! ‑ dijo el hombrecillo ‑. ¡ Ah, cuá nto se peca, cuantí simo se peca! ‑ añ adió vivamente, como si tuviera ya preparadas las palabras y le salieran por sí mismas de la boca ‑. ¿ Por qué te has quedado en Moscú?

‑ Porque no sospechaba que llegarí a tan pronto el enemigo.

‑ ¿ Y te han cogido en tu propia casa?

‑ No, quise ver el incendio y me detuvieron y juzgaron como a incendiario.

‑ ¡ Ah, sí! El juicio, la justicia...

‑ ¿ Y tú? ¿ Llevas mucho tiempo aquí dentro?

‑ No. Me sacaron del hospital el domingo pasado.

‑ ¿ Eres soldado?

‑ Pertenezco al regimiento de Apcheron; tení a fiebre y por poco me muero. Nadie nos dijo nada. Eramos una veintena de hombres los que está bamos enfermos. A ninguno se le ocurrió...

‑ ¿ Te aburres aquí?

‑ ¿ Có mo no he de aburrirme, padrecito? Me llaman Plató n; mi apellido es Karataiev. En el servicio me apodaban «El Halcó n». ¿ Có mo no voy a aburrirme, padrecito? Moscú es madre de todas las ciudades y me duele su caí da. Pero tambié n el gusano se come la col y luego muere. Así lo dicen los viejos.

‑ ¿ Có mo, có mo has dicho?

‑ Quiero decir que lo que pasa es por voluntad de Dios ‑ repuso el soldado, creyendo repetir exactamente lo que habí a dicho antes ‑. Y tú posees dominios, ¿ verdad? ¿ Y una casa? ¿ Y una esposa? ¿ Viven aú n tus ancianos padres?

Pedro no veí a en la oscuridad, pero se daba cuenta de que, mientras le interrogaba, el soldado sonreí a con ternura. A é ste le emociono saber que Pedro era hué rfano. Sobre todo le impresionó el hecho de que no tuviera madre. Porque, como dijo, «la mujer nos aconseja, la suegra nos salva, pero en el mundo no existe nada tan precioso como una madre».

‑ ¿ Tienes hijos?

La respuesta negativa de Pedro le entristeció, mas se apresuró a observar:

‑ ¡ Bah! Todaví a eres joven, a Dios gracias, y ya los tendrá s... si vives en buena armoní a con tu mujer.

‑ ¡ Ah! Ahora todo me da lo mismo ‑ exclamó Pedro a su pesar.

Plató n cambió de postura, tosió y se dispuso a darle una larga explicació n.

Yo tambié n he poseí do un hogar, amigo ‑ declaró ‑. El dominio de nuestro señ or era rico; poseí a muchas tierras. Los campesinos que le serví amos viví amos bien y, a Dios gracias, mi familia prosperaba. Mi padre trabajaba, así como mis cinco hermanos. Todos é ramos verdaderos hijos de la tierra. Pero un dí a...

Plató n Karataiev refirió a Pedro una larga historia. Un dí a que quiso coger leñ a en un bosque vecino, lo sorprendió el guardia, le dio de latigazos, le juzgaron y despué s le alistaron en el ejé rcito.

‑ Ya ves, aquello parecí a ser un mal, pero en el fondo fue un bien ‑ admitió sonriendo ‑, porque, de no ser por mi infracció n, le hubiera tocado ir al servicio a mi hermano menor, que tení a cinco hijos, mientras que yo só lo tení a mujer. El habí a tenido, ademá s, una hija, pero Dios se la llevó. Una vez que me dieron unos dí as de permiso regresé a casa y vi que la familia viví a mejor que antes. El establo rebosaba de ganado, las mujeres se quedaban en casa, dos de mis hermanos se ganaban el pan fuera y el má s pequeñ o, Mikhailo, trabajaba en casa. Mi padre dijo: «Para mí, todos mis hijos son iguales. Si alguien me muerde en un dedo, siento el dolor en todo el cuerpo, y si no se hubieran llevado a Plató n, habrí a tenido que partir Mikhailo. » Nos llamó a todos, nos colocó delante del icono y dijo: «Mikhailo, ven; inclí nate, y tú, mujer, haz tambié n una reverencia; saludadle, niñ os. » El destino nos hace malas o buenas pasadas. Nuestra felicidad, amigo mí o, es como el agua en las redes del pescador. Se las echa al mar y se hinchan; se las saca y se deshinchan. Así es la vida.



  

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