Хелпикс

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William Golding 15 страница



—Olví date del Jefe...

—... tienes que irte por tu propio bien...

—El Jefe y Roger...

—... sí, Roger...

—Te odian, Ralph. Van a acabar contigo.

—Van a salir a cazarte mañ ana.

—Pero, ¿ por qué?

—No sé. Y Jack, el Jefe, nos ha dicho que será peligroso...

—... y que tenemos que tener mucho cuidado y arrojar las lanzas como lo harí amos contra un cerdo.

—Vamos a extendernos en una fila y cruzar toda la isla...

—... avanzaremos desde aquí...

—... hasta que te encontremos.

—Tenemos que dar una señ al. Así.

Eric alzó la cabeza y dá ndose con la palma de la mano en la boca lanzó un leve aullido. Despué s miró inquieto tras sí.

—Así...

—... só lo que má s alto, claro.

—¡ Pero si yo no he hecho nada —murmuró Ralph, angustiado—, só lo querí a tener una hoguera para que nos rescatasen!

Guardó silencio unos instantes, pensando con temor en la mañ ana siguiente. De repente se le ocurrió una pregunta de inmensa importancia.

—¿ Qué vais a...?

Al principio le resultó imposible expresarse con claridad, pero el miedo y la soledad le aguijaron.

—Cuando me encuentren, ¿ qué van a hacer? Los mellizos no contestaron. Bajo é l, la losa mortal floreció de nuevo.

—¿ Qué van a...? ¡ Dios, que hambre tengo...! La enorme roca pareció oscilar bajo é l.

—Bueno... ¿ qué...?

Los mellizos le contestaron con una evasiva.

—Será mejor que te vayas ahora, Ralph.

—Por tu propio bien.

—Alé jate de aquí lo má s que puedas.

—¿ No queré is venir conmigo? Los tres juntos... tendrí amos má s posibilidades.

Tras un momento de silencio, Sam dijo con voz ahogada:

—Tú no conoces a Roger. Es terrible.

—... y el Jefe... los dos son...

—... terribles...

—... pero Roger...

A los dos muchachos se les heló la sangre. Alguien subí a hacia ellos.

—Viene a ver si estamos vigilando. Deprisa, Ralph.

—Antes de comenzar el descenso, Ralph intentó sacar de aquella reunió n un posible provecho, aunque fuese el ú nico.

—Me esconderé en aquellos matorrales de allá cerca —murmuró —, así que haced que se alejen de allí. Nunca se les ocurrirí a buscar en un sitio tan cerca...

Los pasos aú n se oí an a cierta distancia.

—Sam... no corro peligro, ¿ verdad? Los mellizos siguieron en silencio.

—¡ Toma! —dijo Sam de repente—, llé vate esto... Ralph sintió un trozo de carne junto a é l y le echó la mano.

—¿ Pero qué vais a hacer cuando me capturé is? Silencio de nuevo. Su misma voz le pareció absurda. Fue deslizá ndose por la roca.

—-¿ Qué vais a hacer...?

Desde lo alto de la enorme roca llegó la misteriosa respuesta.

—Roger ha afilado un palo por las dos puntas.

Roger ha afilado un palo por las dos puntas. Ralph intentó descifrar el significado de aquella frase, pero no lo logró. En un arrebato de ira, lanzó las palabras má s soeces que conocí a, pero pronto cedió paso su enfado al cansancio que sentí a. ¿ Cuá nto tiempo puede estar uno sin dormir? Sentí a ansia de una cama y unas sá banas, pero allí la ú nica blancura era la de aquella luminosa espuma derramada bajo é l en torno a la losa, quince metros má s abajo, donde Piggy habí a caí do. Piggy estaba en todas partes, incluso en el istmo, como una terrible presencia de la oscuridad y la muerte. ¿ Y si ahora saliese Piggy de las aguas, con su cabeza abierta...? Ralph gimió y bostezó como uno de los peques. La estaca que llevaba consigo le sirvió de muleta para sus agotadas piernas.

Volvió a enderezarse. Oyó voces en la cima del Peñ ó n del Castillo. Samyeric discutí an con alguien. Pero los helechos y la hierba estaban a só lo unos pasos. Allí es donde ahora debí a ocultarse, junto al matorral que mañ ana le servirí a de escondite. Este —rozó la hierba con sus manos— era un buen lugar para pasar la noche; estaba cerca de la tribu, y si aparecí an amenazas sobrenaturales podrí a encontrar alivio junto a otras personas, aunque eso significase...

¿ Qué significaba eso en realidad? Un palo afilado por las dos puntas. ¿ Y qué? Ya en otras ocasiones habí an arrojado sus lanzas fallando el tiro; todas menos una. Quizá tambié n errasen la pró xima vez.

Se acurrucó bajo la alta hierba y, acordá ndose del trozo de carne que le habí a dado Sam, empezó a comer con voracidad. Mientras comí a, oyó de nuevo voces: gritos de dolor de Samyeric, gritos de pá nico y voces enfurecidas. ¿ Qué estaba ocurriendo? Alguien, ademá s de é l, se hallaba en apuros, pues al menos uno de los mellizos estaba recibiendo una paliza. Al cabo, las voces se desvanecieron y dejó de pensar en ellos. Tanteó con las manos y sintió las frescas y frá giles hojas al borde del matorral. Esta serí a su guarida durante la noche. Y al amanecer se meterí a en el matorral, apretujado entre los enroscados tallos, oculto en sus profundidades, adonde só lo otro tan experto como é l podrí a llegar, y allí le aguardarí a Ralph con su estaca. Permanecerí a sentado, viendo có mo pasaban de largo los cazadores y có mo se alejaban ululando por toda la isla, mientras é l quedaba a salvo.

Se adentró haciendo un tú nel bajo los helechos; dejó la estaca junto a é l y se acurrucó en la oscuridad. Estaba pensando que deberí a despertarse con las primeras luces del dí a, para engañ ar a los salvajes, cuando el sueñ o se apoderó de é l y le precipitó en oscuras y profundas regiones.

Antes de despegar los pá rpados estaba ya despierto, escuchando un ruido cercano. Al abrir un ojo, lo primero que vio fue la turba pró xima a su rostro, y en é l hundió ambas manos mientras la luz del sol se filtraba a travé s de los helechos. Apenas habí a advertido que las interminables pesadillas de la caí da en el vací o y la muerte habí an ya pasado y la mañ ana se abrí a sobre la isla, cuando volvió a oí r aquel ruido. Era un ulular que procedí a de la orilla del mar, al cual contestaba la voz de un salvaje, y luego, la de otro. El grito pasó sobre é l y cruzó el extremo má s estrecho de la isla, desde el mar a la laguna, como el grito de un pá jaro en vuelo. No se paró a pensar: cogió rá pidamente su afilado palo y se internó entre los helechos. Escasos segundos despué s se deslizaba a rastras hacia el matorral, pero no sin antes ver de refiló n las piernas de un salvaje que se dirigí a a é l. Oyó el ruido de los helechos sacudidos y abatidos y el de unas piernas entre la hierba alta. El salvaje, quienquiera que fuese, ululó dos veces; el grito fue repetido en ambas direcciones hasta morir en el aire. Ralph permaneció inmó vil, agachado y confundido con la maleza, y durante unos minutos no volvió a oí r nada.

Al fin examinó el matorral. Allí nadie podrí a atacarle, y ademá s la suerte se habí a puesto de su parte. La gran roca que mató a Piggy habí a ido a parar precisamente a aquel lugar, y, al botar en su centro, habí a hundido el terreno, formando una pequeñ a zanja. Al esconderse en ella, Ralph se sintió seguro y orgulloso de su astucia.

Se instaló con prudencia entre las ramas partidas para aguardar a que pasaran los cazadores. Al alzar los ojos observó algo rojizo entre las hojas. Serí a seguramente la cima del Peñ ó n del Castillo, ahora remoto e inofensivo. Se tranquilizó, satisfecho de sí mismo, prepará ndose para oí r el alboroto de la caza desvanecié ndose en la lejaní a. Pero no oyó ruido alguno y, bajo la verde sombra, su sensació n de triunfo se disipaba con el paso de los minutos. Por fin oyó una voz, la voz de Jack, en un murmullo.

—¿ Está s seguro?

El salvaje a quien iba dirigida la pregunta no respondió. Quizá hiciese un gesto. Oyó despué s la voz de Roger.

—Mira que si nos está s tomando el pelo...

nmediatamente oyó una queja y un grito de dolor. Ralph se agachó instintivamente. Allí, al otro lado del matorral, estaba uno de los mellizos con Jack y Roger.

—¿ Está s seguro que es ahí donde te dijo?

El mellizo gimió ligeramente y de nuevo gritó.

—¿ Te dijo que se esconderí a ahí?

—¡ Sí... sí... ayy!

Un rocí o de risas se esparció entre los á rboles.

De modo que lo sabí an.

Ralph aferró la estaca y se preparó para la lucha. Pero ¿ qué podrí an hacer? Tardarí an casi una semana en abrirse camino entre aquella espesura y si alguno conseguí a introducirse en ella a rastras se encontrarí a indefenso. Frotó un dedo contra la punta de su lanza y sonrió sin alegrí a. Si alguien lo intentaba se verí a atravesado por su punta, gruñ endo como un cerdo.

Se iban; volví an a la torre de rocas. Pudo oí r el ruido de sus pisadas y despué s a alguien que reí a en voz baja. De nuevo, aquel grito estridente parecido al de un pá jaro volví a a recorrer toda la lí nea. De modo que permanecí an algunos para vigilarle; pero...

Siguió un largo y angustioso silencio. Ralph se dio cuenta de que a fuerza de mordisquear la lanza se habí a llenado de corteza la boca. Se puso en pie y miró hacia el Peñ ó n del Castillo.

En ese mismo instante oyó la voz de Jack desde la cima.

—¡ Empujad! ¡ Empujad! ¡ Empujad!

La rojiza roca que habí a visto en la cima del acantilado desapareció como un teló n, y pudo divisar unas cuantas figuras y el cielo azul. Segundos despué s, retumbaba la tierra; un rugido sacudió el aire y una mano gigantesca pareció abofetear las copas de los á rboles. La roca, tronando y arrasando cuanto encontraba, rebotó hacia la playa mientras caí a sobre Ralph un chaparró n de hojas y ramas tronchadas. Detrá s del matorral se oí an los ví tores de la tribu.

De nuevo, el silencio.

Ralph se llevó los dedos a la boca y los mordisqueó. Só lo quedaba otra roca allá arriba que pudieran arrojar pero tení a el tamañ o de media casa; eran tan grande como un coche, como un tanque. Con angustiosa claridad se presentó en la mente el curso que tomarí a la roca: empezarí a despacio, botarí a de borde en borde y rodarí a sobre el istmo como una apisonadora descomunal.

—¡ Empujad! ¡ Empujad! ¡ Empujad!

Ralph soltó la lanza para volver a cogerla en seguida. Se echó el pelo hacia atrá s con irritació n, dio dos pasos rá pidos dentro del pequeñ o espacio donde se hallaba y retrocedió. Se quedó observando las puntas quebradas de las ramas.

Todo seguí a en silencio.

Notó el subir y bajar de su pecho y se sorprendió al comprobar la violencia de su respiració n; los latidos de su corazó n se hicieron visibles. De nuevo soltó la lanza.

—¡ Empujad! ¡ Empujad! ¡ Empujad!

Oyó ví tores fuertes y prolongados. Algo retumbó sobre la rojiza roca; despué s la tierra empezó a temblar incesantemente mientras aumentaba el ruido hasta ser ensordecedor. Ralph fue lanzado al aire, arrojado y abatido contra las ramas. A su derecha, tan só lo a unos cuantos metros de donde é l cayó, los á rboles del matorral se doblaron y sus raí ces chirriaron al desprenderse de la tierra. Vio algo rojo que giraba lentamente, como una rueda de molino. Despué s, aquella cosa rojiza pasó por delante con saltos enormes que fueron cediendo al acercarse al mar.

Ralph se arrodilló sobre la revuelta tierra y aguardó a que todo recobrase su normalidad. A los pocos minutos, los troncos blancos y partidos, los palos rotos y el destrozado matorral volvieron a aparecer con precisió n ante sus ojos. Sentí a agobio en el pecho, allí donde su propio pulso se habí a hecho casi visible.

Silencio de nuevo.

Pero no del todo. Oyó murmullos afuera; inesperadamente, las ramas a su derecha se agitaron violentamente en dos lugares. Apareció la punta afilada de un palo. Ralph, invadido por el pá nico, atravesó con su lanza el resquicio abierto, impulsá ndola con todas sus fuerzas.

—¡ Ayyy!

Giró la lanza ligeramente y despué s volvió a atraerla hacia sí.

—¡ Uyyy!

Alguien se quejaba al otro lado, al mismo tiempo que se elevaba un aleteo de voces. Se habí a entablado una violenta discusió n mientras el salvaje herido seguí a lamentá ndose. Cuando por fin volvió a hacerse el silencio, se oyó una sola voz y Ralph decidió que no era la de Jack.

—¿ Ves? ¿ No te lo dije? Es peligroso.

El salvaje herido se quejó de nuevo.

¿ Qué ocurrirí a ahora? ¿ Qué iba a suceder?

Ralph apretó sus manos sobre la mordida lanza. Alguien hablaba en voz baja a unos cuantos metros de é l, en direcció n al Peñ ó n del Castillo. Oyó a uno de los salvajes decir «¡ No! », con voz sorprendida, y a continuació n percibió risas sofocadas. Se sentó en cuclillas y mostró los dientes a la muralla de ramas. Alzó la lanza, gruñ ó levemente y esperó. El invisible grupo volvió a reí r. Oyó un extrañ o crujido, al cual siguió un chispear má s fuerte, como si alguien desenvolviese enormes rollos de papel de celofá n. Un palo se partió en dos; Ralph ahogó la tos. Entre las ramas se filtraba humo en nubé culas blancas y amarillas; el rectá ngulo de cielo azul tomó el color de una nube de tormenta, hasta que por fin el humo creció en torno suyo.

Alguien reí a excitado y una voz gritó:

—¡ Humo!

Ralph se abrió paso por el matorral hacia el bosque, mantenié ndose fuera del alcance del humo. No tardó en llegar a un claro bordeado por las hojas verdes del matorral. Entre é l y el bosque se interponí a un pequeñ o salvaje, un salvaje de rayas rojas y blancas, con una lanza en la mano. Tosí a y se embadurnaba de pintura alrededor de los ojos, con una mano, mientras intentaba ver a travé s del humo, cada vez má s espeso. Ralph se tiró a é l como un felino, lanzó un gruñ ido, clavó su lanza y el salvaje se retorció de dolor. Ralph oyó un grito al otro lado de la maleza y salió corriendo bajo ella, impelido por el miedo. Llegó a una trocha de cerdos, por la cual avanzó unos cien metros, hasta que decidió cambiar de rumbo. Detrá s de é l el cá ntico de la tribu volví a de nuevo a recorrer toda la isla, acompañ ado ahora por el triple grito de uno de ellos. Supuso que se trataba de la señ al para el avance y salió corriendo una vez má s hasta que sintió arder su pecho. Se escondió bajo un arbusto y aguardó hasta recobrar el aliento. Se pasó la lengua por dientes y labios y oyó a lo lejos el cá ntico de sus perseguidores.

Tení a varias soluciones ante é l. Podí a subirse a un á rbol, pero eso era arriesgarse demasiado. Si le veí an, no tení an má s que esperar tranquilamente.

¡ Si tuviese un poco de tiempo para pensar!

Un nuevo grito, repetido y a la misma distancia, le reveló el plan de los salvajes. Aquel de ellos que se encontrase atrapado en el bosque lanzarí a doble grito y detendrí a la lí nea hasta encontrarse libre de nuevo. De ese modo podrí an mantener unida la lí nea desde un costado de la isla hasta el otro. Ralph pensó en el jabalí que habí a roto la lí nea de muchachos con tanta facilidad. Si fuese necesario, cuando los cazadores se aproximasen demasiado, podrí a lanzarse contra ella, romperla y volver corriendo. Pero ¿ volver corriendo a dó nde? La lí nea volverí a a formarse y a rodearle de nuevo. Tarde o temprano tendrí a que dormir o comer... y despertarí a para sentir unas manos que le arañ aban y la caza se convertirí a en una carnicerí a.

¿ Qué debí a hacer, entonces? ¿ Subirse a un á rbol? ¿ Romper la lí nea como el jabalí? De cualquier forma, la elecció n era terrible.

Un grito aceleró su corazó n, y ponié ndose en pie de un salto, corrió hacia el lado del océ ano y la espesura de la jungla hasta encontrarse rodeado de trepadoras. Allí permaneció unos instantes, temblá ndole las piernas. ¡ Si pudiese estar tranquilo, tomarse un buen descanso, tener tiempo para pensar!

Y de nuevo, penetrantes y fatales, surgí an aquellos gritos que barrí an toda la isla. Al oí rlos, Ralph se acobardó como un potrillo y echó a correr una vez má s hasta casi desfallecer. Por fin, se tumbó sobre unos helechos. ¿ Qué escogerí a, el á rbol o la embestida? Logró recobrar el aliento, se pasó una mano por la boca y se aconsejó a sí mismo tener calma. En alguna parte de aquella lí nea se encontraban Samyeric, detestando su tarea. O quizá s no. Y ademá s, ¿ qué ocurrirí a si en vez de encontrarse con ellos se veí a cara a cara con el Jefe o con Roger, que llevaban la muerte en sus manos?

Ralph se echó hacia arras la melena y se limpió el sudor de su mejilla sana. En voz alta, se dijo:

—Piensa.

¿ Qué serí a lo má s sensato?

Ya no estaba Piggy para aconsejarle. Ya no habí a asambleas solemnes donde entablar debates, ni contaba con la dignidad de la caracola.

—Piensa.

Lo que ahora má s temí a era aquella cortinilla que le cerraba la mente y le hací a perder el sentido del peligro hasta convertirle en un bobo.

Una tercera solució n podrí a ser esconderse tan bien que la lí nea le pasara sin descubrirle.

Alzó bruscamente la cabeza y escuchó. Habí a que prestar atenció n ahora a un nuevo ruido: un ruido profundo y amenazador, como si el bosque mismo se hubiera irritado con é l, un ruido sombrí o, junto al cual el ulular de antes se veí a sofocado por su intensidad. Sabí a que no era la primera vez que lo oí a, pero no tení a tiempo para recordar.

Romper la lí nea.

Un á rbol.

Esconderse y dejarles pasar.

Un grito má s cercano le hizo ponerse en pie y echar de nuevo a correr con todas sus fuerzas entre espinos y zarzas. Se halló de improviso en el claro, de nuevo en el espacio abierto, y allí estaba la insondable sonrisa de la calavera, que ahora no dirigí a su sarcá stica mueca hacia un trozo de cielo, profundamente azul, sino hacia una nube de humo. Al instante Ralph corrió entre los á rboles, comprendiendo al fin el tronar del bosque. Usaban el humo para hacerle salir, prendiendo fuego a la isla.

Era mejor esconderse que subirse a un á rbol, porque así tení a la posibilidad de romper la lí nea y escapar si le descubrí an.

Así, pues, a esconderse.

Se preguntó si un jabalí estarí a. de acuerdo con su estrategia, y gesticuló sin objeto. Buscarí a el matorral má s espeso, el agujero má s oscuro de la isla y allí se meterí a. Ahora, al correr, miraba en torno suyo. Los rayos de sol caí an sobre é l como charcos de luz y el sudor formó surcos en la suciedad de su cuerpo. Los gritos llegaban ahora desde lejos, má s tenues.

Encontró por fin un lugar que le pareció adecuado, aunque era una solució n desesperada. Allí, los matorrales y las trepadoras, profundamente enlazadas, formaban una estera que impedí a por completo el paso de la luz del sol. Bajo ella quedaba un espacio de quizá treinta centí metros de alto, aunque atravesado todo é l por tallos verticales. Si se arrastraba hasta el centro de aquello estarí a a unos cuatro metros del borde y oculto, a no ser que al salvaje se le ocurriese tirarse al suelo allí para buscarle; pero, aun así, estarí a protegido por la oscuridad, y, si sucedí a lo peor y era descubierto, podrí a arrojarse contra el otro, desbaratar la lí nea y regresar corriendo.

Con cuidado y arrastrando la lanza, Ralph penetró a gatas entre los tallos erguidos. Cuando alcanzó el centro de la estera se echó a tierra y escuchó.

El fuego se propagaba y el rugido que le habí a parecido tan lejano se acercaba ahora. ¿ No era verdad que el fuego corre má s que un caballo a galope? Podí a ver el suelo, salpicado de manchas de sol, hasta una distancia de quizá cuarenta metros, y mientras lo contemplaba, las manchas luminosas le pestañ eaban de una manera tan parecida al aleteo de la cortinilla en su mente que por un momento pensó que el movimiento era imaginació n suya. Pero las manchas vibraron con mayor rapidez, perdieron fuerza y se desvanecieron hasta permitirle ver la gran masa de humo que se interponí a entre la isla y el sol.

Quizá s fuesen Samyeric quienes mirasen bajo los matorrales y lograsen ver un cuerpo humano. Segura mente fingirí an no haber visto nada y no le delatarí an. Pegó la mejilla contra la tierra de color chocolate, se pasó la lengua por los labios secos y cerró los ojos. Bajo los arbustos, la tierra temblaba muy ligeramente, o quizá s fuese un nuevo sonido demasiado tenue para hacerse sentir junto al tronar del fuego y los chillidos ululantes

Alguien lanzó un grito. Ralph alzó la mejilla del suelo rá pidamente y miró en la dé bil luz. Deben estar cerca ahora, pensó mientras el corazó n le empezaba a latir con fuerza. Esconderse, romper la lí nea, subirse a un á rbol; ¿ cuá l era la solució n mejor? Lo malo era que só lo podrí a elegir una de las tres.

El fuego se aproximaba; aquellas descargas procedí an de grandes ramas, incluso de troncos, que estallaban. ¡ Esos estú pidos! ¡ Esos estú pidos! El fuego debí a estar ya cerca de los frutales. ¿ Qué comerí an mañ ana?

Ralph se revolvió en su angosto lecho. ¡ Si no arriesgaba nada! ¿ Qué podrí an hacerle? ¿ Golpearle? ¿ Y qué? ¿ Matarle? Un palo afilado por ambas puntas.

Los gritos, tan cerca de pronto, le hicieron levantarse. Pudo ver a un salvaje pintado que se libraba rá pidamente de una marañ a verde y se aproximaba hacia la estera. Era un salvaje con una lanza. Ralph hundió los dedos en la tierra. Tení a que prepararse, por si acaso.

Ralph tomó la lanza, cuidó de dirigir la punta afilada hacia el frente, y notó por primera vez que estaba afilada por ambos extremos.

El salvaje se detuvo a unos doce metros de é l y lanzó su grito.

Quizá s pueda oí r los latidos de mi pecho, pensó. No grites. Prepá rate.

El salvaje avanzó de modo que só lo se le veí a de la cintura para abajo. Aquello era la punta de la lanza. Ahora só lo le podí a ver desde las rodillas. No grites.

Una manada de cerdos salió gruñ endo de los matorrales por detrá s del salvaje, y penetraron velozmente en el bosque. Los pá jaros y los ratones chillaban, y un pequeñ o animalillo entró a saltos bajo la estera y se escondió atemorizado.

El salvaje se detuvo a cuatro metros, junto a los arbustos, y lanzó un grito. Ralph se sentó agazapado, dispuesto. Tení a la lanza en sus manos, aquel palo afilado por ambos extremos, que vibraba furioso, se alargaba, se achicaba, se hací a ligero, pesado, ligero...

Los alaridos abarcaban de orilla a orilla. El salvaje se arrodilló junto al borde de los arbustos y tras é l, en el bosque, se veí a el brillo de unas luces. Se podí a ver una rodilla rozar en la turba. Luego la otra. Sus dos manos. Una lanza.

Una cara.

El salvaje escudriñ ó la oscuridad bajo los arbustos. Evidentemente, habí a visto luz a un lado y otro, pero no en el medio. Allí, en el centro, habí a una mancha de oscuridad, y el salvaje contraí a el rostro e intentaba adivinar lo que la oscuridad ocultaba.

Los segundos se alargaron. Ralph miraba directamente a los ojos del salvaje.

No grites.

Te salvará s.

Ahora te ha visto. Se está cerciorando. Tiene un palo afilado.

Ralph lanzó un grito, un grito de terror, ira y desesperació n. Se irguió y sus gritos se hicieron insistentes y rabiosos. Se abalanzó, quebrantá ndolo todo, hasta encontrarse en el espacio abierto, gritando, furioso y ensangrentado. Giró el palo y el salvaje cayó al suelo; pero otros vení an hacia é l, tambié n gritando. Con un giro de costado esquivó una lanza que voló a é l; en silencio, echó a correr. De pronto, todas las lucecillas que habí an brillado ante é l se fundieron, el rugido del bosque se elevó en un trueno y un arbusto, frente a é l, reventó en un abanico de llamas. Giró hacia la derecha, corrió con desesperada velocidad, mientras el calor le abofeteaba el costado izquierdo y el fuego avanzaba como la marea. Oyó el ulular a sus espaldas, que fue quebrá ndose en una serie de gritos breves y agudos: la señ al de que le habí an visto. Una figura oscura apareció a su derecha y luego quedó atrá s. Todos corrí an, todos gritaban como locos. Les oí a aplastar la maleza y sentí a a su izquierda el ardiente y luminoso tronar del fuego. Olvidó sus heridas, el hambre y la sed y todo ello se convirtió en terror, un terror desesperado que volaba con pies alados a travé s del bosque y hacia la playa abierta. Manchas de luz bailaban frente a sus ojos y se transformaban en cí rculos rojos que crecí an rá pidamente hasta desaparecer de su vista. Sus piernas, que le llevaban como autó matas, empezaban a flaquear y el insistente ulular avanzaba como ola amenazadora, y ya casi se encontraba sobre é l.

Tropezó en una raí z y el grito que le perseguí a se alzó aú n má s. Vio uno de los refugios saltar en llamas; el fuego aleteaba junto a su hombro, pero frente a é l brillaba el agua. Segundos despué s rodó sobre la arena cá lida; se arrodilló en ella con un brazo alzado; en un esfuerzo por alejar el peligro, intentó llorar pidiendo clemencia.

Con esfuerzo se puso en pie, preparado para recibir nuevos terrores, y alzó la vista hacia una gorra enorme con visera. Era una gorra blanca, que llevaba sobre la verde visera una corona, un ancla y follaje de oro. Vio tela blanca, charreteras, un revó lver, una hilera de botones dorados que recorrí an el frente del uniforme.

Un oficial de marina se hallaba en pie sobre la arena mirando a Ralph con recelo y asombro. En la playa, tras é l, habí a un bote cuyos remos sostení an dos marineros. En el interior del bote otro marinero sostení a una metralleta.



  

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