Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





William Golding 5 страница



Ahora la luz del sol habí a abandonado el claro de la jungla y se retiraba del cielo. Cayó la oscuridad sumergiendo los espacios entre los á rboles, hasta que é stos se volvieron tan opacos y extrañ os como las profundidades del mar. Las velas de cera abrieron sus amplias flores blancas, que brillaron bajo las punzadas de luz de las primeras estrellas. Su aroma se esparció por el aire y se apoderó de la isla.

El primer ritmo al que se acostumbraron fue el lento trá nsito desde el amanecer hasta el brusco ocaso. Aceptaron los placeres de la mañ ana —el sol brillante, el mar dominador y la dulzura del aire— como las horas agradables para los juegos, durante los cuales la vida estaba tan repleta que no hací an falta esperanzas, y por ello se olvidaban. Al acercarse el mediodí a, cuando la inundació n de luz caí a casi verticalmente, los intensos colores matinales se suavizaban en tonos perlas y opalescentes; y el calor —como si la inminente altura del sol le diese impulso— se convertí a en un azote, que trataban de esquivar corriendo a tenderse a la sombra, y hasta durmiendo.

Extrañ as cosas ocurrí an al mediodí a. El brillante mar se alzaba, se escindí a en planos de absoluta imposibilidad; el arrecife de coral y las escasas y raquí ticas palmeras que se sostení an en sus relieves má s altos, flotaban hacia el cielo, temblaban, se desgarraban, resbalaban como gotas de lluvia sobre un alambre o se multiplicaban como en una fantá stica sucesió n de espejos. A veces surgí a tierra allí donde no la habí a y estallaba como una burbuja ante la mirada de los muchachos.

Piggy calificaba todo aquello sabiamente como «espejismos»; y como ninguno de los muchachos podrí a haberse acercado ni tan siquiera al arrecife, ya que habrí an de atravesar el estrecho de agua donde les aguardaban las dentelladas de los tiburones, se acostumbraron a aquellos misterios y los ignoraban, como tampoco hací an caso de las milagrosas, de las vibrantes estrellas.

Al mediodí a los espejismos se fundí an con el cielo y desde allí, el sol, como un ojo iracundo, lanzaba sus miradas. Despué s, al acercarse la tarde, las fantasí as se debilitaban y con el descenso del sol el horizonte se volví a llano, azul y recortado. Eran nuevas horas de relativo frescor, aunque siempre amenazadas por la llegada de la noche. Cuando el sol se hundí a, la oscuridad caí a sobre la isla como un exterminador y los refugios se llenaban en seguida de inquietud, bajo las lejanas estrellas.

Sin embargo, la tradició n de la Europa del Norte: trabajo, recreo y comida a lo largo del dí a, les impedí a adaptarse por completo a este nuevo ritmo. El pequeñ o Percival, al poco tiempo de la llegada, se habí a, arrastrado hasta uno de los refugios, donde permaneció dos dí as, hablando, cantando y llorando, con lo que todos creyeron que se habí a trastornado, cosa que les pareció en cierto modo divertida. Desde entonces se le veí a enfermizo, ojeroso y triste: un pequeñ o que jugaba poco y lloraba a menudo.

A los má s jó venes se les conocí a ahora por el nombre gené rico de «los peques». La disminució n en tamañ o, desde Ralph hacia abajo, era gradual; y aunque habí a una regió n dudosa habitada por Simon, Robert y Maurice, nadie, sin embargo, encontraba la menor dificultad para distinguir a los grandes en un extremo y a los peques en el otro. Los indudablemente «peques» —los que tení an alrededor de los seis añ os— viví an su propia vida, muy diferente, pero tambié n muy activa. Se pasaban la mayor parte del dí a comiendo, cogiendo la fruta de los lugares que estaban a su alcance, sin demasiados escrú pulos en cuanto a madurez y calidad. Se habí an acostumbrado ya a los dolores de estó mago y a una especie de diarrea cró nica. Sufrí an terrores indecibles en la oscuridad y se acurrucaban los unos contra los otros en busca de alivio. Ademá s de comer y dormir, encontraban tiempo para sus juegos, absurdos y triviales, sobre la blanca arena junto al agua brillante. Lloraban por sus madres mucho menos de lo que podí a haberse esperado; estaban muy morenos y asquerosamente sucios. Obedecí an a las llamadas de la caracola, en parte porque era Ralph quien llamaba y tení a los añ os suficientes para enlazar con el mundo adulto de la autoridad, y en parte porque les divertí a el espectá culo de las asambleas. Pero aparte de esto, rara vez se ocupaban de los mayores, y su apasionada vida emocional y gregaria era algo que só lo a ellos pertenecí a.

Habí an construido castillos en la arena, junto a la barra del riachuelo. Estos castillos tení an como un pie de altura y estaban adornados con conchas, flores marchitas y piedras curiosas. Alrededor de los castillos crearon un complejo sistema de señ ales, caminos, tapias y lí neas ferroviarias que só lo tení an sentido si se las observaba con la vista a ras del suelo. Allí jugaban los peques, si no completamente felices, al menos con absorta atenció n; y a menudo grupos de hasta tres se uní an en un mismo juego.

En este momento tres de ellos jugaban en aquel lugar. Henry era el mayor. Y era tambié n pariente lejano de aquel otro chico de la mancha en el rostro a quien nadie habí a vuelto a ver desde la tarde del gran incendio; pero no tení a los añ os suficientes para comprender bien lo sucedido, y si alguien le hubiese dicho que el otro niñ o se habí a vuelto a su casa en avió n lo habrí a aceptado sin queja o duda.

En cierto modo Henry hací a de jefe esa tarde, pues los otros dos, Percival y Johnny, eran los má s pequeñ os de la isla. Percival, de pelo parduzco, nunca habí a sido muy guapo, ni siquiera para su propia madre. Johnny, un niñ o rubio, bien formado, era de una belicosidad innata. Ahora se comportaba dó cilmente porque estaba interesado en el juego; y los tres niñ os, arrodillados en la arena, se encontraban en completa paz.

Roger y Maurice salieron del bosque. Su turno ante la hoguera habí a terminado y bajaban ahora a nadar. Roger, que iba delante, pasó a travé s de los castillos; los derrumbó a patadas, enterró las flores y esparció las piedras escogidas con tanto cuidado. Le siguió Maurice, riendo y aumentando la devastació n. Los tres peques abandonaron su juego y alzaron los ojos. Pero ocurrió que las señ ales que les tení an ocupados en ese momento no habí an sufrido dañ o, de modo que no protestaron. Percival fue el ú nico que empezó a sollozar, por la arena que se le habí a metido en los ojos, y Maurice optó por alejarse rá pidamente. En su otra vida, Maurice habrí a sido castigado por llenar de arena unos ojos má s jó venes que los suyos. Ahora, aunque no se encontraba presente ningú n padre que dejase caer sobre é l una mano airada, sintió de todos modos la desazó n del delito. Empezaron a conformarse en los repliegues de su mente los esbozos inseguros de una excusa. Murmuró algo acerca de un bañ o y se alejó a rá pidos saltos.

Roger se quedó atrá s observando a los pequeñ os. No parecí a má s bronceado por el sol que el dí a en que cayeron en la isla, pero las greñ as de pelo negro, que le cubrí an la nuca y le ocultaban la frente, parecí an complementar su cara triste y transformaban en algo temible lo que antes habí a parecido una insociable altanerí a. Percival dejó de sollozar y volvió a sus juegos, pues las lá grimas le habí an librado de la arena. Johnny le miró con ojos de un azul porcelana; luego comenzó a arrojar al aire una lluvia de arena y pronto empezó de nuevo el lloriqueo de Percival.

Cuando Henry se cansó de jugar y comenzó a vagar por la playa, Roger le siguió, caminando tranquilamente bajo las palmeras en la misma direcció n. Henry marchaba a cierta distancia de las palmeras y la sombra porque aú n era demasiado joven para protegerse del sol. Bajó hasta la playa y se entretuvo jugando al borde del agua.

La gran marea del Pací fico se disponí a ya a subir y a cada pocos segundos las aguas de la laguna, relativamente tranquilas, se alzaban y avanzaban un par de centí metros. Ciertas criaturas habitaban en aquella ú ltima proyecció n del mar, seres diminutos y transparentes que subí an con el agua a husmear en la cá lida y seca arena. Con impalpables ó rganos sensorios examinaban este nuevo territorio. Quizá s hallasen ahora alimentos que no habí an encontrado en su ú ltima incursió n; excrementos de pá jaros, incluso insectos o cualquier detrito de la vida terrestre. Extendidos como una mirí ada de diminutos dientes de sierra llegaban los seres transparentes a la playa en busca de desperdicios. Aquello fascinaba a Henry. Urgó con un palito, tambié n vagabundo y desgastado y blanqueado por las olas, tratando de dominar con é l los movimientos de aquellos carroñ eros. Hizo unos surcos, que la marea cubrió, e intentó llenarlos con esos seres. Encontró tanto placer en verse capaz de ejercer dominio sobre unos seres vivos, que su curiosidad se convirtió en algo má s fuerte que la mera alegrí a. Les hablaba, dá ndoles á nimos y ó rdenes. Impulsados hacia atrá s por la marea, caí an atrapados en las huellas que los pies de Henry dejaban sobre la arena. Todo eso le proporcionaba la ilusió n de poder. Se sentó en cuclillas al borde del agua, con el pelo caí do sobre la frente y formá ndole pantalla ante los ojos, mientras el sol de la tarde vaciaba sobre la playa sus flechas invisibles.

Tambié n Roger esperaba. Al principio se habí a escondido detrá s de un grueso tronco de palmera; pero era tan evidente que Henry estaba absorto con aquellos pequeñ os seres que decidió por fin hacerse completamente visible. Recorrió con la mirada toda la extensió n de la playa. Percival se habí a alejado llorando y Johnny quedaba como dueñ o triunfante de los castillos. Allí sentado, canturreaba para sí y arrojaba arena a un Percival imaginario. Má s allá, Roger veí a la plataforma y los destellos del agua salpicada cuando Ralph, Simon, Piggy y Maurice se arrojaban a la poza. Escuchó atentamente pero apenas podí a oí rles.

Una brisa repentina sacudió la orla de palmeras y meció y agitó sus frondas. Desde casi veinte metros de altura sobre Roger, un racimo de cocos —bultos fibrosos tan grandes como balones de rugby— se desprendió de su tallo. Cayeron todos cerca de é l, con una serie de golpes duros y secos, pero no llegaron a tocarle. No se le ocurrió pensar en el peligro corrido, se quedó mirando, alternativamente, a los cocos y a Henry, a Henry y a los cocos.

El subsuelo bajo las palmeras era una playa elevada, y varias generaciones de palmeras habí an ido desalojando de su sitio las piedras que en otro tiempo yacieron en arenas de otras orillas. Roger se inclinó, cogió una piedra, apuntó y la tiró a Henry, con decidida intenció n de errar. La piedra, recuerdo de un tiempo inverosí mil, botó a unos cuatro metros a la derecha de Henry y cayó en el agua. Roger reunió un puñ ado de piedras y empezó a arrojarlas. Pero respetó un espacio, alrededor de Henry, de unos cinco metros de diá metro. Dentro de aquel cí rculo, de manera invisible pero con firme fuerza, regí a el tabú de su antigua existencia. Alrededor del niñ o en cuclillas aleteaba la protecció n de los padres y el colegio, de la policí a y la ley. El brazo de Roger estaba condicionado por una civilizació n que no sabí a nada de é l y estaba en ruinas.

Sorprendió a Henry el sonido de las piedras al estrellarse en el agua. Abandonó los silenciosos seres transparentes y, como un perdiguero que muestra la caza, dirigió toda su atenció n hacia el centro de los cí rculos, que se iban extendiendo. Caí an las piedras por un lado y otro y Henry se volví a dó cilmente, pero siempre demasiado tarde para divisarlas en el aire, Por fin logró ver una y se echó a reí r, buscando con la mirada al amigo que le gastaba bromas. Pero Roger se habí a ocultado tras el tronco de palmera, y contra é l se reclinaba, con la respiració n entrecortada y los ojos pestañ eantes. Henry perdió el interé s por las piedras y se alejó.

—Roger.

Jack se encontraba bajo un á rbol a unos diez metros de allí. Cuando Roger abrió los ojos y le vio, una sombra má s oscura se extendió bajo su ya morena piel; pero Jack no notó nada. Le llamaba por señ as, tan inquieto e impaciente que Roger tuvo que acudir a su lado.

Habí a una poza al extremo del rí o, un pequeñ o lago retenido por la arena y lleno de blancos nenú fares y juncos afilados. Allí aguardaban Sam y Erik y tambié n Bill. Oculto del sol, Jack se arrodilló junto a la poza y desplegó las dos grandes hojas que llevaba en las manos. Una de ellas contení a arcilla blanca y la otra arcilla roja. Junto a ellas habí a un trozo de carbó n vegetal extraí do de la hoguera.

Mientras actuaba, Jack explicó a Roger:

—No es que me huelan; creo que lo que pasa es que me ven. Ven un bulto rosa bajo los á rboles. Se embadurnó de arcilla.

—¡ Si tuviese un poco de verde!

Volvió hacia Roger el rostro medio pintado y quiso responder a la confusió n que notó en su mirada:

—Es para cazar. Igual que se hace en la guerra. Ya sabes... camuflaje. Es como tratar de parecerte a otra cosa...

Contorsionó el cuerpo en su necesidad de expresarse:

—... como las polillas en el tronco de un á rbol.

Roger comprendió y asintió con seriedad. Los mellizos se acercaron a Jack y empezaron a protestar tí midamente por alguna razó n. Jack les apartó con la mano.

—A callar.

Se frotó con la barra de carbó n entre las manchas rojas y blancas de su cara.

—No. Vosotros dos vais a venir conmigo.

Contempló el reflejo de su rostro y no pareció quedar muy contento. Se agachó, tomó con ambas manos agua tibia y se restregó la cara. Reaparecieron sus pecas y las cejas rubias.

Roger sonrió sin querer.

—Vaya una pinta que tienes.

Jack estudió detalladamente un nuevo rostro. Coloreó de blanco una mejilla y la cuenca de un ojo; despué s frotó de rojo la otra mitad de la cara y con el carbó n trazó una raya desde la oreja derecha hasta la mandí bula izquierda. Buscó su imagen en la laguna, pero enturbiaba el espejo con la respiració n.

—Samyeric. Traedme un coco, uno vací o.

Se arrodilló sosteniendo el cuenco de agua. Un cí rculo de sol cayó sobre su rostro y en el fondo del agua apareció un resplandor. Miró con asombro, no a su propia cara, sino a la de un temible extrañ o. Derramó el agua y de un salto se puso en pie riendo con excitació n. Junto a la laguna, su espigado cuerpo sostení a una má scara que atrajo hacia sí las miradas de los otros y les atemorizó. Empezó a danzar y su risa se convirtió en gruñ idos sedientos de sangre. Brincó hacia Bill, y la má scara apareció como algo con vida propia tras la cual se escondí a Jack, liberado de vergü enza y responsabilidad. Aquel rostro rojo, blanco y negro saltó en el aire y bailó hacia Bill, el cual se enderezó de un salto, riendo, pero de repente enmudeció y se alejó tropezando entre los matorrales. Jack se precipitó hacia los mellizos.

—Los otros se está n poniendo ya en fila. ¡ Vamos!

—Pero...

—... nosotros...

—¡ Vá monos! Yo me acercaré a gatas y le apuñ alaré... La má scara les forzaba a obedecer.

Ralph salió de la poza y, brincando, cruzó la playa y fue a sentarse bajo la sombra de las palmeras. Tení a el pelo pegado sobre las cejas y se lo echó hacia atrá s. Simó n flotaba en el agua, que agitaba con sus pies, y Maurice se ensayaba en bucear. Piggy vagaba de un lado a otro, recogiendo cosas sin ningú n propó sito para deshacerse luego de ellas. Los breves estanques que se formaban entre las rocas le fascinaban, pero habí an sido ya cubiertos por la marea y no tení a nada en que interesarse hasta que la marea bajase de nuevo. Al cabo de un rato, viendo a Ralph bajo las palmeras, fue a sentarse junto a é l.

Piggy vestí a los restos de unos pantalones cortos; su cuerpo regordete estaba tostado por el sol y sus gafas seguí an lanzado destellos cada vez que miraba algo. Era el ú nico muchacho en la isla cuyo pelo no parecí a crecer jamá s. Todos los demá s tení an la cabeza poblada de greñ as, pero el pelo de Piggy se repartí a en finos mechones sobre su cabeza como si la calvicie fuese su estado natural y aquella cubierta rala estuviese a punto de desaparecer igual que el vello de las astas de un cervatillo.

—He estado pensado —dijo— en un reloj. Podí amos hacer un reloj de sol. Se podí a hacer con un palo en la arena, y luego...

El esfuerzo para expresar el proceso matemá tico correspondiente resultó demasiado duro. Se limitó a dar unos pasos.

—Y un avió n y un televisor —dijo Ralph con amargura— y una má quina de vapor. Piggy negó con la cabeza.

—Para eso se necesita mucho metal —dijo—, y no tenemos nada de metal. Pero sí que tenemos un palo.

Ralph se volvió y tuvo que sonreí r. Piggy era un pelma; su gordura, su asma y sus ideas prá cticas resultaban aburridí simas. Pero siempre producí a cierto placer tomarle el pelo, aunque se hiciese sin querer.

Piggy advirtió la sonrisa y, equivocadamente, la tomó como señ al de simpatí a. Se habí a extendido entre los mayores de manera tá cita la idea de que Piggy no era uno de los suyos, no só lo por su forma de hablar, que en realidad no importaba, sino por su gordura, el asma y las gafas y una cierta aversió n hacia el trabajo manual. Ahora, al ver que Ralph sonreí a por algo que é l habí a dicho, se alegró y trató de sacar ventaja.

—Tenemos muchos palos. Podrí amos tener cada uno nuestro reloj de sol. Así sabrí amos la hora que es.

—Pues sí que nos ayudarí a eso mucho.

—Tú mismo dijiste que debí amos hacer cosas. Para que vengan a rescatarnos.

—Anda, cierra la boca.

De un salto, Ralph se puso en pie y corrió hacia la poza, en el preciso momento en que Maurice se tiraba torpemente al agua. Se alegró al encontrar la ocasió n de cambiar de tema. Cuando Maurice salió a la superficie, gritó:

—¡ Has caí do de barriga! ¡ Has caí do de barriga!

Maurice sonrió con la mirada a Ralph, que se deslizó en el agua con destreza. De todos los muchachos, era é l quien se sentí a má s a sus anchas allá dentro; pero aquel dí a, molesto por la menció n del rescate, la inú til y estú pida menció n del rescate, ni siquiera las verdes profundidades del agua ni el dorado sol, roto en ella en pedazos, podí an ofrecerle bá lsamo alguno. En vez de quedarse allí a jugar, nadó con seguras brazadas por debajo de Simó n y salió a gatas por el otro lado de la poza para tumbarse allí, brillante y hú medo como una foca. Piggy, siempre inoportuno, se levantó y fue a su lado, por lo que Ralph dio media vuelta y fingió, boca abajo, no verle. Los espejismos habí an desaparecido y con tristeza su mirada recorrió la lí nea azul y tensa del horizonte.

Se levantó de un salto repentino y gritó:

—¡ Humo! ¡ Humo!

Simó n, aú n dentro de la poza, intentó incorporarse y se tragó una bocanada de agua. Maurice, que estaba a punto de lanzarse al agua, retrocedió y salió corriendo hacia la plataforma, pero finalmente dio la vuelta y se dirigió hacia la hierba bajo las palmeras. Allí trató de ponerse los andrajosos pantalones, a fin de estar listo para cualquier eventualidad.

Ralph, en pie, se sujetaba el pelo con una mano mientras mantení a la otra firmemente cerrada. Simó n se disponí a a salir del agua. Piggy se limpiaba las gafas con los pantalones y entornaba los ojos dirigiendo la mirada al mar. Maurice habí a metido ambas piernas en una misma pernera. Ralph era el ú nico de los muchachos que no se moví a.

—No veo ningú n humo —dijo Piggy con incredulidad—. No veo ningú n humo, Ralph, ¿ dó nde está?

Ralph no dijo nada. Mantení a ahora sus dos puñ os sobre la frente para apartar de los ojos el pelo. Se inclinaba hacia delante; ya la sal comenzaba a blanquear su cuerpo.

—Ralph... ¿ dó nde está el barco?

Simó n permanecí a cerca, mirando alternativamente a Ralph y al horizonte. Los pantalones de Maurice se abrieron con un quejido y cayeron hechos pedazos; los abandonó allí, corrió hacia el bosque, pero retrocedió.

El humo era un diminuto nudo en el horizonte, que iba deshacié ndose poco a poco. Debajo del humo se veí a un punto que podrí a ser una chimenea. Ralph palideció mientras se decí a a sí mismo:

—Van a ver nuestro humo.

Piggy por fin acertó con la direcció n exacta.

—No parece gran cosa.

Dio la vuelta y alzó los ojos hacia la montañ a. Ralph siguió contemplando el barco como si quisiera devorarlo con la mirada. El color volví a a su rostro. Simó n, silencioso, seguí a a su lado.

—Ya sé que no veo muy bien —dijo Piggy—, pero ¿ nos queda algo de humo?

Ralph se movió impaciente, sus ojos clavados aú n en el barco.

—El humo de la montañ a.

Maurice llegó corriendo y miró al mar. Simon y Piggy miraban, ambos, hacia la montañ a. Piggy fruncí a el rostro para concentrar la mirada, pero Simó n lanzó un grito como si algo le hubiese herido.

—¡ Ralph! ¡ Ralph!

El tono de la llamada hizo girar a Ralph en la arena.

—Dí melo tú —dijo Piggy lleno de ansiedad—: ¿ Tenemos alguna señ al?

Ralph volvió a mirar el humo que iba dispersá ndose en el horizonte y luego hacia la montañ a.

—¡ Ralph..., por favor! ¿ Tenemos alguna señ al?

Simó n alargó el brazo tí midamente para alcanzar a Ralph; pero Ralph echó a correr, salpicando el agua del extremo menos hondo de la poza, a travé s de la blanca y cá lida arena y bajo las palmeras. Pronto se encontró forcejando con la maleza que comenzaba ya a cubrir la desgarradura del terreno. Simó n corrió tras é l; despué s Maurice. Piggy gritaba:

—¡ Ralph! ¡ Por favor..., Ralph!

Empezó a correr tambié n, tropezando con los pantalones abandonados de Maurice antes de lograr cruzar la terraza. Detrá s de los cuatro muchachos el humo se moví a suavemente a lo largo del horizonte; en la playa, Henry y Johnny arrojaban arena a Percival, que volví a a lloriquear, ignorantes los tres por completo de la excitació n desencadenada.

Cuando Ralph alcanzó el extremo má s alejado del desgarró n ya habí a gastado en insultos buena parte del necesario aliento. Desesperado, violentaba de tal manera contra las á speras trepadoras su cuerpo desnudo, que la sangre empezó a resbalar por é l. Se detuvo al llegar a la empinada cuesta de la montañ a. Maurice se hallaba tan só lo a unos cuantos metros detrá s.

—¡ Las gafas de Piggy! —gritó Ralph—. Si el fuego se ha apagado las vamos a necesitar...

Dejó de gritar y se movió indeciso. Piggy subí a trabajosamente por la playa y apenas podí a vé rsele. Ralph contempló el horizonte, luego la montañ a. ¿ Serí a mejor ir por las gafas de Piggy o se habrí a ya ido el barco para entonces? Y si seguí a escalando, ¿ qué pasarí a si no habí a ningú n fuego encendido y tení a que quedarse viendo có mo se arrastraba Piggy hacia arriba mientras se hundí a el barco en el horizonte? Inseguro en la cumbre de la urgencia, en la agoní a de la indecisió n, Ralph gritó:

—¡ Oh Dios, oh Dios!

Simó n, que luchaba con los matorrales, se detuvo para recobrar el aliento. Tení a el rostro alterado. Ralph siguió como pudo, desgarrá ndose la piel mientras el rizo de humo seguí a su camino.

El fuego estaba apagado. Lo vieron en seguida; vieron lo que en realidad habí an sabido allá en la playa cuando el humo del hogar familiar les habí a llamado desde el mar. El fuego estaba completamente apagado, sin humo, muerto. Los vigilantes se habí an ido. Un montó n de leñ a se hallaba listo para su empleo.

Ralph se volvió hacia el mar. De un lado a otro se extendí a el horizonte, indiferente de nuevo, sin otra cosa que una ligerí sima huella de humo. Ralph corrió a tropezones por las rocas hasta llegar al borde mismo del acantilado rosa y gritó al barco:

—¡ Vuelve! ¡ Vuelve!

Corrió de un lado a otro, vuelto siempre el rostro hacia el mar, y alzó la voz enloquecida:

—¡ Vuelve! ¡ Vuelve!

Llegaron Simon y Maurice. Ralph les miró sin pestañ ear. Simó n se volvió para secarse las lá grimas. Ralph buscó dentro de sí la palabra má s fea que conocí a.

—Han dejado apagar ese maldito fuego.

Miró hacia abajo, por el lado hostil de la montañ a. Piggy llegaba jadeando y lloriqueando como uno de los pequeñ os. Ralph cerró los puñ os y enrojeció. No necesitaba señ alar, ya lo hací an por é l la intensidad de su mirada y la amargura de su voz.

—Ahí está n.

A lo lejos, abajo, entre las piedras y los guijarros rosados junto a la orilla, aparecí a una procesió n. Algunos de los muchachos llevaban gorras negras, pero iban casi desnudos. Cuando llegaban a un punto menos escabroso todos alzaban los palos a la vez. Cantaban algo referente al bulto que los inseguros mellizos llevaban con tanto cuidado.

Ralph distinguió fá cilmente a Jack, incluso a aquella distancia: alto, pelirrojo y, como siempre, a la cabeza de la procesió n.

La mirada de Simó n iba ahora de Ralph a Jack, como antes pasara de Ralph al horizonte, y lo que vio pareció atemorizarle. Ralph no volvió a decir nada; aguardaba mientras la procesió n se iba acercando. Oí an la cantinela, pero desde aquella distancia no llegaban las palabras. Los mellizos caminaban detrá s de Jack, cargando sobre sus hombros una gran estaca. El cuerpo destripado de un cerdo se balanceaba pesadamente en la estaca mientras los mellizos caminaban con gran esfuerzo por el escabroso terreno. La cabeza del cerdo colgaba del hendido cuello y parecí a buscar algo en la tierra. Las palabras del canto flotaron por fin hasta ellos, a travé s de la cá rcava cubierta de maderas ennegrecidas y cenizas.

Mata al jabalí. Có rtale el cuello. Derrama su sangre.

Pero cuando las palabras se hicieron perceptibles la procesió n habí a llegado ya a la parte má s empinada de la montañ a y muy poco despué s se desvaneció la cantinela. Piggy lloriqueaba y Simó n se apresuró a mandarle callar, como si hubiese alzado la voz en una iglesia.



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.