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27 de febrero. 1 de marzo



27 de febrero

 

Solo veintidó s dí as hasta la primavera. Juro que el veintiuno me quitaré la ropa de invierno y, al margen del tiempo que haga, aunque sea una tormenta de nieve, cruzaré el parque Jackson sin sombrero ni guantes.

 

1 de marzo

 

Por fin apareció Adler. Llegó en plena tarde, cundo no le esperaba. La señ ora Bartlett le hizo pasar y supongo que le dijo que no hiciera ruido, pues cuando le vi en el rellano andaba de puntillas.

—¿ Quié n está enfermo, Joseph? —me preguntó mientras volví a la cabeza para mirar a la señ ora Bartlett, que acompañ aba la puerta para que se cerrara suavemente. El brazo neumá tico que la cierra se habí a averiado.

—La patrona. Es muy mayor.

—Vaya, y he llamado dos veces al timbre —dijo con aire de culpabilidad. Hice un gesto para que entrara en la habitació n. Estaba muy afectado—. ¿ Crees que no deberí a haberlo hecho?

—Todo el mundo toca el timbre. ¿ Có mo supones que la gente entra aquí? No te preocupes por eso.

Iba muy bien vestido, con abrigo de cuello ancho y un traje de tweed a la ú ltima, sin vueltas. Parecí a descansado y saludable. El sombrero sin aristas en la copa tambié n era nuevo, y muy rí gido. Le habí a dejado una lí nea roja en la frente.

Despejé una silla para é l.

—Sié ntate, Mike —le dije—. Nunca habí as estado aquí, ¿ verdad?

—No —respondió, y se puso a inspeccionar la habitació n, apenas capaz de ocultar su sorpresa—. Creí a que tení as un piso.

—¿ Nuestro antiguo piso? Lo dejamos hace tiempo.

—Lo sé, pero creí a que viví ais en uno de esos pisos amueblados.

—Esto es có modo.

Era cierto, la habitació n no tení a su mejor aspecto. Marie la habí a limpiado má s o menos, pero el cubrecama estaba arrugado, las toallas sobre la rejilla parecí an no haber sido cambiadas en varias semanas, los zapatos de Iva bajo la cama mostraban una hilera ondulada de tacones. Tampoco el dí a era del todo favorable. El cielo estaba bajo, inseguro, con feas nubes que manchaban la calle de sombras desde el bordillo al horizonte. Y el tiempo se infiltraba en la habitació n. Las paredes por encima del radiador estaban tan sucias como la nieve del jardí n, y la ropa tendida —el tapete del tocador y las toallas— parecí a hecha del mismo material que el cielo.

—Vives aquí desde el otoñ o pasado, ¿ no es cierto?

—Desde junio —le corregí —. Casi nueve meses.

—¿ Tanto tiempo? —replicó é l, incré dulo.

—Má s, casi diez meses.

—¿ Y no hay nada nuevo?

—¿ Doy acaso la impresió n de que oculto algo nuevo? —exclamé, y é l se alarmó. Me serené y añ adí —: No ha cambiado nada.

—No tienes que ponerte así solo porque te lo pregunto.

—Verá s, es que todo el mundo me hace la misma pregunta. Uno se cansa de responder. Tengo que hacer lo mismo una y otra vez. La gente me lanza preguntas y tengo que correr como un perdiguero, en busca de respuestas. ¿ Por qué? Bueno, si no lo hago no me extenderá n un certificado de buena conducta. ¡ Al diablo!

Adler cambió de color, de modo que la lí nea que el sombrero le habí a dejado en la frente, por encima de los ojos, se volvió blanca.

—No eres muy generoso, Joseph.

No le respondí. Contemplé la calle, los jardines, las masas de nieve como jabonaduras sucias.

—Has cambiado mucho —siguió diciendo con má s calma—. Todo el mundo lo dice.

—¿ Quié n?

—Pues gente que te conoce.

—No he visto a nadie. Te refieres a lo que ocurrió en el Arrow.

—No, no, eso fue un ejemplo má s.

—En el Arrow no estuve del todo equivocado.

—Te está s volviendo una persona de mal genio.

—¡ Bien! Así es. A ver, ¿ qué quieres que haga? ¿ Has venido para decirme que tengo mal genio?

—He venido a verte.

—Muy amable por tu parte.

É l me miraba con creciente enojo, los labios fruncidos. Empecé a reí rme, y entonces se puso en pie y fue hacia la puerta. Lo detuve.

—No te vayas, Mike. No seas tonto. Sié ntate. No me reí a de ti. Tan solo pensaba que siempre estoy esperando que llegue un visitante, Y cuando llega, le insulto.

—Me alegro de que lo veas —musitó é l.

—Lo veo, claro que lo veo.

—¿ Por qué te abalanzas sobre la gente? Por Dios...

—Así son las cosas. Como dicen los franceses, «c’est plus fort que moi». ¿ Demuestra eso que no me alegra verte? En absoluto. En realidad no es una contradicció n. Es natural. Podrí a decirse que es casi una bienvenida.

—Pues vaya bienvenida —replicó Mike, pero parecí a un tanto apaciguado.

—Veo muy poco a la gente. Me he olvidado de có mo hay que actuar. No quiero tener mal genio. Pero, por otro lado, quienes me acusan de eso no han estado exactamente batiendo los bosques en grupos de bú squeda. Las cosas han cambiado, Mike. Tu está s ocupado y eres pró spero... te deseo la mejor suerte. Pero es mejor que seamos sinceros en esta cuestió n.

—A ver qué viene ahora.

—Pertenecemos temporalmente a clases diferentes, y eso tiene un efecto en nosotros. Sí, claro que lo tiene. Por ejemplo, la manera en que has entrado aquí, en que has mirado a tu alrededor...

—No sé adonde quieres ir a parar —replicó perplejo.

—Lo entiendes, no eres estú pido. No actú es como Abt, dicié ndome: «No te sigo». Es cierto que formamos parte de clases diferentes. La misma diferencia de nuestra manera de vestir lo confirma.

—Vaya cambio —dijo Mike—. Vaya diferencia. —Sacudió la cabeza, pesaroso, sin duda recordando otros tiempos—. Antes eras una persona absolutamente razonable.

—Era sociable.

—Ahora pareces tan fuera de quicio...

No tení a sentido seguir hablando de eso.

—¿ Qué tal el viaje? —le pregunté.

Se quedó toda la tarde y procuró que la visita se mantuviera dentro de los má rgenes de la cordialidad propia de dos viejos amigos, pero, despué s de semejante comienzo, eso era imposible. É l era vigoroso y prá ctico, y no querí a tener má s roces conmigo. Así pues, no sin titubeos, cubrimos una variedad de temas: la opinió n pú blica, la guerra, nuestros amigos y de nuevo la guerra. Minna Servatius estaba a punto de tener un hijo. La noticia ya habí a llegado a mis oí dos. George Hayza esperaba un ascenso en la Armada. Tambié n conocí a esa noticia. Corrí a el rumor de que Abt iba a ser destinado a Puerto Rico. Adler me dijo que lo sabrí a definitivamente la pró xima semana. É l se iba al Este.

—¿ Lo ves, Joseph? —me dijo a las cuatro de la tarde—, nada nos gustarí a má s que venir a charlar contigo como lo hací amos antes. Pero los tiempos han cambiado. Tenemos ocupaciones. Tú mismo estará s ocupado uno de estos dí as, má s ocupado de lo que quisieras.

—Sí, las cosas cambian. C’est la guerre. C’est la vie. Buenos remates de chistes.

—Có mo te has afrancesado.

—Oye, ¿ te acuerdas de Jeff Forman?

—He leí do acerca de é l. Le dieron una medalla pó stuma. Pobre Jeff.

—C’est la vie.

—Eso no tiene gracia —dijo Adler en tono de desaprobació n.

—Es tan solo una cita de la ú ltima guerra. No pretendí a que tuviera gracia. De todos modos, que pongamos la cara larga no ayudará en nada a Jeff, ¿ no es cierto?

—Supongo que no.

Y de este modo la visita llegó a su final.

—Cuando te encuentres en el Este —le dije—, busca a John Pearl. Necesita un soplo de Chicago. Creo que deberí as ir a verle —añ adí, riendo—. Podrí as tropezarte con otro de Chicago en Nueva York, Steidler. Lleva mucho tiempo fuera de aquí. Imagino que se llevó el dinero de su hermano.

—¿ Alf?

—Su hermano escribió una canció n y querí a que Alf tratara de colocarla en Nueva York. Está buscando editor.

—Si creyera que hay una sola oportunidad de encontrarme con Steidler, no verí a a Pearl. ¿ Por qué no está en el ejé rcito?

—Dice que nos deja la guerra a nosotros, los cabrones normales.

—Te has reunido con é l. Yo no lo harí a. No es la clase de persona que te conviene. Es mejor que te mantengas a distancia.

—¡ Vamos, vamos! No puede hacerme dañ o. Ademá s, los pobres no pueden escoger. Es una cita de mi sobrina, dirigida expresamente a mí.

—¿ De veras? ¿ La hija de Amos?

—La misma. Está muy crecida.

Y así se marchó Myron, claramente insatisfecho de los resultados de su visita. Bajé con é l a la calle. Caminamos hasta la esquina sobre la nieve que se iba ensuciando. Mientras esperá bamos a cruzar la calzada e ir a la parada del tranví a, Myron se ofreció a prestarme dinero.

—No —le dije, y le aparté suavemente la mano—. Tenemos suficiente. Nos las arreglamos muy bien. —Metió de nuevo el dinero en la cartera—. Ahí viene el cincuenta y cinco. Será mejor que corras.

Me dio una ú ltima palmada en el hombro y echó a correr, agitando el sombrero para que el conductor le esperase.

 



  

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