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8 de febrero. 9 de febrero. 10 de febrero



8 de febrero

 

El termó metro todaví a oscila alrededor de los cero grados. El frí o forma parte de la malignidad general. Pienso en lo apropiado que es, mientras llegan noticias de la guerra. Uno tiene que respetar un invierno así por su frigidez sin contemplaciones. «No os tacho de desamor a vosotros, elementos», grita Lear. E invita a su «terrible placer». Tiene toda la razó n.

 

9 de febrero

 

Tengo la sensació n de que soy una especie de granada humana a la que han arrancado la anilla. Sé que voy a estallar y nunca dejo de prever el momento, con una piadosa desesperació n, gritando «¡ Buuum! », pero siempre prematuramente.

El sentido en el que Goethe estaba en lo cierto: la vida que prosigue significa expectació n. La muerte equivale a abolir la posibilidad de elecció n. Cuanto má s limitada es esa posibilidad, tanto má s cerca estamos de la muerte. La mayor de las crueldades es reducir las expectativas sin arrebatar la vida por completo. Una condena a cadena perpetua es eso. Como lo es la ciudadaní a en determinados paí ses. La mejor solució n serí a vivir como si no hubieran eliminado las expectativas corrientes, de un dí a a otro, a ciegas. Pero eso requiere un inmenso dominio de uno mismo.

 

10 de febrero

 

Steidler me visitó dos veces la semana pasada. Parece encontrarme simpá tico, lo cual significa, me atreverí a a decir, que supone que estamos en el mismo barco. No me importarí an las visitas ni esa suposició n si no fuera porque todaví a tengo la sensació n, al cabo de unas horas, de que juntos estamos practicando algú n vicio terrible. Fumamos y charlamos. Me habla de sus aventuras en la Costa, en el hospital, y de sus ocupaciones actuales. Me he enterado de que su madre le enví a diez dó lares a la semana y su hermano otros cinco. Gracias a una administració n estricta, consigue vivir con doce, y el resto se lo gasta en las carreras de caballos. Gana en ocasiones, pero calcula que ha perdido cuatro o cinco mil dó lares en los ú ltimos diez añ os.

No le importa hablar de estas cosas. Solo las menciona de pasada. No es del todo ciego a su significado. Se limita a dar por sentado que van a dar una impresió n de mezquindad. No hay dignidad por ninguna parte, nada salvo una falsedad absurda. El intento de sepultar esta falsedad no tiene sentido. É l no lo dice exactamente con estas palabras. Cuando le preguntas por los detalles de su vida, te mira sorprendido. No se ofende, pero que unas cosas cuya insignificancia é l mismo admite te interesen le sorprende de veras. Preferirí a contarte un relato sobre una apuesta perdida o ganada, un fraude, una ré plica inteligente, una represalia interesante, una carta insultante que envió a un acreedor, una aventura amorosa.

La ú ltima vez me contó una larga y tortuosa historia sobre sus intentos de conquistar a una chica noruega que vive en su mismo hotel, el Laird Towers. La habí a conocido el dí a de Acció n de Gracias, en el vestí bulo. Hartly, el recepcionista nocturno, le guiñ ó un ojo, de modo que é l emprendió el asedio. A ella no le gustaba, por supuesto, pero sus aventuras siempre empezaban así. Alrededor de Navidad ella comenzó a mirarle de una manera má s estimulante. Por desgracia, é l estaba sin blanca. Llegó a sus oí dos que otros hombres del hotel estaban haciendo progresos con ella. Hartly le mantení a muy bien informado.

—No era necesario que me lo dijera. Pude ver desde el principio que la chica era dinamita.

Durante las fiestas ganó un montó n de dinero al apostar por un caballito llamado Spotted Cow, que llegó a la meta dos cuerpos por delante de los demá s caballos. Invitó a la noruega a cenar espaguetis en el Fiorenza.

—Creí a que nos llevá bamos muy bien, y cuando, a las once de la noche, me pidió que la excusara unos minutos, seguí tomando tranquilamente mi Perfecto Queen y me dije: «La tengo en el bote». Ella habí a tomado varios Pink Ladies y estaba un tanto bebida. Se alejó tambaleá ndose. La esperé. A las once y cuarto no habí a vuelto, así que me dije: «¿ Se habrá mareado en el lavabo? ». Y fui en busca de la encargada para echar un vistazo. Pero cuando llegué a la orquesta, allí estaba la chica, sentada en el regazo de un tipo. Bueno, intenté no parecer herido, y le sugerí que se estaba haciendo tarde y que deberí amos volver a casa. Pero ella no se levantaba, y yo no querí a hacer el ridí culo, así que me largué.

Le envió cartas durante dos semanas. Ella no le respondió. Cuando casi habí a gastado todos sus ahorros, se la encontró en el Loop. Le dijo que era su cumpleañ os, y é l se ofreció a invitarla a una copa. Fueron al Blackhawk y tomaron cuatro. Poco a poco entraron en el bar hombres apuestos y bien vestidos, uno de ellos de uniforme naval. Alf se levantó, pagó las copas, dejó el cambio í ntegro sobre la mesa y dijo: «Sé cuá ndo me aventajan». Sin un centavo en el bolsillo, salió del local y regresó al hotel.

La ané cdota avanzó entre divagaciones hasta su conclusió n inevitable: la conquista, pues la noruega aprendió por fin a distinguir entre su valí a superior y su aspecto, cedió a é l bromeando y en actitud condescendiente mientras estaba bebida, y entonces descubrió que tení a má s de lo que ella habí a esperado, etcé tera. Le habrí a asombrado saber que me estaba aburriendo, pues Alf se considera un hombre de lo má s ameno y divertido. Cualquier club nocturno serí a afortunado si contara con é l. Puede ser original en varios dialectos. Pero preferirí a que no me divirtiera. Al principio le recibí a de buen grado, y aú n me gusta bastante, pero desearí a que no viniera tan a menudo.

 



  

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