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5 de febrero



 

Mi malhumor actual empezó a manifestarse el invierno pasado. Antes de que nos marchá ramos de nuestro piso, tuve una vergonzosa pelea a puñ etazos con el casero, el señ or Gesell.

Durante largo tiempo esa pelea habí a estado en el horizonte. A lo largo del verano nuestras relaciones no habí an sido malas. Nos esforzá bamos por ser corteses con el señ or Gesell y su esposa, quien todos los dí as armaba jaleo en su taller de la planta baja con un cincel accionado por un motor. La mujer era escultora aficionada. A menudo la casa entera temblaba. Ademá s, tomaba nuestros libros en pré stamo y los devolví a con polvo de piedra en las pá ginas. No nos quejá bamos.

Pero, cuando empezaron las primeras heladas, la calefacció n de la casa era insuficiente. Por la noche no podí amos bañ arnos, y en diciembre tení amos que acostarnos a las nueve, cuando los radiadores se enfriaban. Entonces, durante una semana de enero, la caldera se averió. El señ or Gesell era electricista y, para ahorrar dinero, é l mismo se encargó de las reparaciones, pero tení a que ocuparse de su trabajo, de modo que trabajaba en la caldera por las noches y los domingos. Cuando intentamos usar la chimenea, que estaba bloqueada con ladrillos, por poco nos asfixiamos. Abajo, la señ ora Gesell, rodeada de lá mparas de calor, trabajaba en la estatua de un obrero que cavaba en la arena y que estaba esculpiendo para la nueva lí nea de metro: iba a participar en el concurso. Cuando bajamos a quejarnos, no respondió al timbre. Cenamos con el sué ter puesto.

La instalació n de gas de la cocina, que ahora era nuestra ú nica fuente de calor, empezó a causarnos dolor de cabeza. Nos alojamos en casa de Myron durante una semana, los tres en una sola cama. Finalmente abordé al señ or Gesell, cuando estaba paseando al perro. Bromeó acerca del frí o, y me dijo que era tan robusto que podí a soportarlo. Me golpeó los brazos juguetonamente, excitando al perro, del que me aparté.

—Te las arreglará s —me dijo Gesell—. Eres muy fornido para la vida tan blanda que llevas, aunque no aguantarí as un solo dí a en mí lí nea de trabajo.

Era un hombre corpulento, de unos cuarenta añ os. Vestí a pantalones viejos y camisas de franela. Su mujer llevaba las mismas prendas: té janos, camisa y pañ uelo al cuello. Se puso a contarme que, durante la Depresió n, los dos estuvieron a punto de congelarse, en un estudio sin muebles de la avenida Lake Park. Quemaban cajas de naranjas mientras esperaban que el Auxilio Social les suministrara carbó n. Descolgaron las cortinas y las metieron en las grietas para protegerse del viento.

—La Depresió n ha terminado —me dijo, y le entró tal risa que tuvo que sujetarse de mi brazo para mantenerse erguido—. La verdad es que vosotros no podé is quejaros. —El perro, de ojos rojizos y tristes, miraba la nieve que caí a a lo largo de la calle—. Ya veré lo que podemos hacer por vosotros —concluyó Gesell.

Empezó a llegarnos un poco de calor, pero era insuficiente para caldear la casa. A Iva se le ocurrió la idea de no pagar el alquiler. El dí a cinco del mes, Gesell elevó beligerantes protestas. Iva le replicó encolerizada. No habí a esperado que un artista fuese un buen casero. «¡ Pero usted, señ or Gesell! » «¡ Un artista! », dije con una risotada de desprecio, pensando en aquel pobre cavador en la arena con su nariz y sus gruesas piernas. Probablemente Gesell se lo contó a su mujer, Beth, porque esta me retiró la palabra. El rencor se habí a instalado entre nosotros.

Pero en febrero mejoró la situació n. En nuestros encuentros, cuando entrá bamos y salí amos de la casa, empezamos a saludarnos de nuevo. Pagamos el alquiler, la calefacció n aumentó, volvimos a tener agua caliente. Un dí a entré con un cheque en la mano y me encontré a los Gesell desayunando, sentados a una mesa que no desentonarí a en una cabañ a de troncos. El dá lmata se acercó y se restregó contra mí embarazosamente... el pobre animal era un complemento y no tení a vida propia. Gesell tomó el cheque, me dio las gracias y se puso a extender un recibo. Beth, con el mentó n apoyado en el dorso de la mano, miraba por la ventana, contemplando la nieve. Era una mujer gruesa, de cabello rojizo cortado en forma cuadrada, como una caja, a la manera masculina. Empecé a pensar que aú n estaba enfadada y no querí a hablar conmigo, pero contemplaba la caí da de los copos suaves y densos, y de repente me dijo:

—De niñ os, cuando viví amos en Montana, decí amos que en el cielo estaban desplumando gansos. No sé si todaví a dirá n eso.

—Nunca habí a oí do tal cosa —repliqué, totalmente dispuesto a hacer las paces.

—Tal vez ya no lo diga nadie. Ha pasado mucho tiempo.

—No puede ser tanto —le dije generosamente, y obtuve una sonrisa entristecida.

—Oh, sí, mucho tiempo.

Gesell seguí a escribiendo, tambié n sonriente, tal vez pensando en la infancia de su mujer o en dichos similares de la suya. El perro bostezó y cerró las mandí bulas con un chasquido.

—Luego estaba la lluvia —dijo Beth.

—Lo sé —replicó Gesell—. ¿ Los á ngeles?

—¡ Oh, no digas bobadas, Peter. —Se echó a reí r, y el color de su cabello pareció extenderse por las mejillas—. Explotació n de placeres de oro.

—De eso tampoco habí a oí do hablar —tercié.

—Bueno, aquí tienes —me dijo Gesell, tendié ndome el recibo.

Los tres está bamos muy sonrientes.

Pero no mucho despué s, una tarde de domingo, la casa empezó a enfriarse, y a las dos nos quedamos sin electricidad. Era un dí a suave y no habrí a sido difí cil soportar el frí o, pero habí amos estado escuchando un concierto de Brahms. Me apresuré a bajar y llamé a la puerta de Gesell. El dá lmata se abalanzó enfurecido contra ella y arañ ó el vidrio. Di la vuelta hasta la entrada del só tano y entré sin llamar. Gesell estaba ante su banco de trabajo, con un trozo de tuberí a en la mano. Una pistola no me habrí a disuadido. Fui hacia é l, apartando a puntapié s varillas, restos de tablas y fragmentos de alambre.

—¿ Por qué ha desconectado la corriente? —le pregunté.

—Tení a que trabajar en este alimentador, esa es la razó n —replicó.

—¿ Por qué diablos espera hasta el sá bado? ¿ Y por qué no podí a avisarnos previamente?

—No tengo que pediros permiso para trabajar en este alimentador.

—¿ Cuá nto tiempo vamos a estar sin corriente?

É l no hizo caso de mi pregunta y, con semblante hosco, volvió a su banco.

—Bueno, ¿ cuá nto tiempo? —repetí.

Y, al ver que no iba a responderme, le así del hombro y, obligá ndole a volverse, aparté la tuberí a a un lado y le golpeé. Cayó al suelo y la tuberí a produjo estré pito al chocar con el cemento. Pero se levantó en un instante, blandiendo los puñ os y gritando: «¡ Si eso es lo que quieres! ». No pudo alcanzarme. Lo empujé hacia la pared, golpeá ndole una y otra vez en el pecho y el vientre, y despellejá ndome los nudillos contra su boca abierta y jadeante. Tras los primeros golpes, mi có lera desapareció. Hastiado y disgustado conmigo mismo, lo inmovilicé contra los ladrillos. Al oí r sus gritos fuertes y broncos, le dije en tono apaciguador:

—No se excite, señ or Gesell. Siento lo ocurrido. ¡ No se excite!

—¡ Maldito idiota! —gritó é l—. ¡ Se te va a caer el pelo! ¡ Puñ etero y loco imbé cil! —La voz le temblaba de terror y có lera—. ¡ Beth, Beeeth! ¡ Espera y verá s! —Lo aparté de la pared y le di un empujó n, alejá ndolo de mí —. Te demandaré. ¡ Beeeth!

—Será mejor que no lo haga —le dije, pero era consciente de la endeblez de mi amenaza y, má s avergonzado que nunca, subí al piso, donde me vendé la mano y esperé a la policí a.

Iva se rió de mis temores y dijo que la espera serí a larga. Estaba en lo cierto, aunque durante toda la semana estuve preparado para comparecer ante el juez y pagar una multa por alteració n del orden pú blico. Iva supuso que Beth no estaba dispuesta a correr con los gastos de una demanda. Dejamos el piso al cabo de un mes. Iva y Beth se ocuparon de todos los arreglos. Pagamos varias semanas de alquiler para huir de allí.

Eso no era «propio de mí »; era un sí ntoma temprano. El antiguo Joseph tendí a a un temperamento equilibrado. Desde luego, sé desde hace largo tiempo que hemos heredado un temor demencial a que nos desaí ren o menosprecien, un «honor» exacerbado. No se diferencia mucho de la locura de los que entablaban duelos hace cien añ os. Pero, de todas maneras, somos un pueblo proclive a los berrinches; una palabra intercambiada en el cine o entre cualquier otra multitud, y estamos dispuestos a liarnos a golpes. Solo que, en mi opinió n, nuestros furores son engañ osos; somos demasiado ignorantes y espiritualmente pobres para saber que nos abalanzamos sobre el «enemigo» por confusos motivos de amor y soledad. Tal vez tambié n de desprecio hacia nosotros mismos. Pero, sobre todo, de soledad.

Aunque en su momento me lo ocultó, Iva estaba sorprendida. Má s adelante me lo dijo. Aquello habí a sido una rebelió n contra mis propios principios, Me alarmó, y las traiciones que presencié en la fiesta de Servatius eran en parte mí as, como me vi obligado entonces a reconocer.

 



  

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