Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





3 de febrero



 

Una hora con el Espí ritu de las Alternativas.

—Charlemos, Joseph, ¿ quieres?

—Encantado.

—Nos pondremos có modos.

—Aquí no podemos estar muy có modos.

—No hay ningú n problema. Las pequeñ as dificultades me sientan de maravilla.

—Encontrará s todas las que necesites.

—No te preocupes por mí. Eres tú el que está inquieto.

—Bueno, la verdad es que, aunque me alegra tener esta oportunidad, no acabo de situarte.

—¿ Por el nombre?

—Eso no importa.

—Claro que no. Tengo varios.

—¿ Por ejemplo?

—Pues... «Pero por otro lado» o «Tu as raison aussi». Siempre sé quié n soy; eso es lo importante.

—Una posició n envidiable.

—Así lo creo a menudo.

—Toma una naranja.

—No, no, gracias.

—Vamos, toma una.

—Ahora son demasiado caras.

—Para complacerme.

—Bueno...

—Me caes bien. Me gustan tus modales.

—Media naranja para cada uno.

—Está bien.

—¿ Así que te gusto, Joseph?

—Oh, sí.

—Eso es halagador.

—No, de veras. Te aprecio.

—¿ Tiendes a tomar gusto a las cosas o que te desagraden con rapidez?

—Procuro ser razonable.

—Sé que lo haces.

—¿ Es eso un error?

—¿ Comprender?

—¿ Quieres que confí e en la sinrazó n?

—No quiero nada, sugiero...

—¿ Sentimientos?

—Los tienes, Joseph.

—¿ Instinto?

—E instinto.

—Conozco el razonamiento. Veo qué es lo que buscas.

—¿ Qué?

—Que el poder humano sea tan pequeñ o para enfrentarse a lo insoluble. Nuestra naturaleza, la naturaleza de nuestra mente, es dé bil, y solo cabe confiar en el corazó n.

—Menuda precipitació n la tuya, Joseph. No he dicho eso.

—Pero sin duda es lo que querí as decir. La razó n ha de conquistarse a sí misma. Entonces, ¿ para qué nos han dado la razó n? ¿ Para descubrir lo bienaventurada que es la sinrazó n? Ese es un argumento muy deficiente.

—Te está s inventando todo eso contra mí. He de felicitarte por tus conclusiones, pero está n fuera de lugar. Sin embargo, lo has pasado muy mal.

—Lo estoy pasando.

—Desde luego.

—Y seguiré pasá ndolo mal.

—Por supuesto. Debes estar preparado para ello.

—Lo estoy, lo estoy.

—Esperar tan poco es una actitud juiciosa por tu parte. —Pero debes admitir que es triste.

—Se trata de saber cuá nto has de pedir.

—¿ Cuá nto?

—Estoy hablando de tu felicidad.

—Y yo estoy hablando de la petició n de ser humano. No somos peores que los otros.

—¿ Qué otros?

—Los que demostraron que es posible ser humano.

—Ah, en el pasado.

—Escucha, Tu as raison aussi. Abusamos demasiado del presente, ¿ no te parece?

—No le tienes mucho afecto al presente.

—¡ Afecto! ¡ Qué palabra!

—Alienado, entonces.

—Eso tambié n es malo.

—Es popular.

—Hay mucho que hablar de la alienació n. Es un pretexto de idiotas.

—¿ De veras?

—No puedes divorciarte de tu mujer o abandonar a tu hijo, pero ¿ puedes hacer tal cosa contigo mismo?

—No puedes proscribir el mundo por decreto si es eso lo que deseas hacer. ¿ Es así, Joseph?

—¿ Có mo podrí as hacerlo? Tienes que ir a sus escuelas y ver sus pelí culas, escuchar sus radios, leer sus revistas. ¿ Qué pasa si declaras que está s alienado, si afirmas que rechazas el sueñ o de Hollywood, la radionovela, la vulgar pelí cula de suspense? La misma negació n te involucra.

—Puedes decidir si quieres olvidar esas cosas.

—El mundo va a por ti. Te presenta un arma o una herramienta mecá nica, te elige para tal o cual papel, te trae resonantes noticias de desastres y victorias, te lleva de un lado a otro, recorta tus derechos, te suprime el futuro, es torpe o artero, opresor, traicionero, negro, putesco, corrupto, inadvertidamente ingenuo o gracioso. Hagas lo que hagas, no puedes rechazarlo.

—¿ Qué haces entonces?

—El defecto puede estar en nosotros, en mí. Una debilidad de visió n.

—¿ No te pides demasiado a ti mismo?

—Hablo en serio.

—¿ Dó nde dejo estas pepitas?

—Perdona. ¿ Las tení as en la mano? Toma, dé jalas en este cenicero. Como te iba diciendo, es demasiado fá cil abjurar del mundo o detestarlo. Demasiado estrecho de miras, demasiado cobarde.

—Si pudieras ver, ¿ qué crees que verí as?

—No estoy seguro. Tal vez que somos los hijos, dé biles mentales, de los á ngeles.

—Ahora te limitas a divertirte, Joseph.

—Muy bien, verí a adonde han ido a parar esas capacidades a las que en otro tiempo debimos nuestra grandeza.

—Eso serí a trá gico.

—No digo que no lo serí a. ¿ Tienes tabaco?

—No.

—¿ Ni papel de fumar? Si tuviera papel podrí a liarme un pitillo con estas colillas.

—Siento haber venido con las manos vací as. Si no está s alienado, ¿ por qué te peleas con tanta gente? Sé que eres un misá ntropo. ¿ Es porque te obligan a reconocer que perteneces a su mundo?

—Estaba equivocado, o tal vez me he expresado mal. No he dicho que no existiera ningú n sentimiento de alienació n, sino que no deberí amos convertir nuestros sentimientos en una doctrina.

—¿ Es esa una creencia pú blica o privada?

—No te comprendo.

—¿ Qué me dices de la polí tica?

—¿ Quieres discutir de polí tica conmigo? ¿ Conmigo? ¿ Ahora?

—Puesto que te niegas a suscribir la alienació n, tal vez te interesarí a cambiar de existencia.

—¡ Ja, ja, ja! ¿ Tienes alguna idea?

—La verdad es que no me corresponde, ¿ sabes?...

—Lo sé, pero tú has empezado.

—Es mi posició n. No lo comprendes.

—Claro que lo comprendo.

—Entonces, sobre el cambio de existencia...

—Nunca me ha gustado ser revolucionario.

—¿ No? ¿ No detestabas a nadie?

—Sí que detestaba, pero eso no me satisfací a. De hecho...

—¿ Si?

—Eres tan atento... Consideraba la polí tica como una actividad inferior. Plató n nos dice que si todo fuese como deberí a ser, los mejores hombres evitarí an los cargos pú blicos, no competirí an por ellos.

—En otro tiempo compitieron por ellos.

—Cierto. La vida pú blica es desagradable. Se la imponen a uno.

—A menudo oigo esa queja. Pero todo esto no viene al caso por lo que respecta a las medidas que es preciso tomar.

—Pero ¿ con quié n, bajo qué circunstancias, có mo, hacia qué fines?

—Ah, esa es la cuestió n, ¿ verdad? Con quié n.

—No crees en los papeles histó ricos de las clases, ¿ no es cierto?

—Te olvidas una y otra vez. Mi campo es el de...

—Las alternativas. Disculpa. Decí amos que con quié n. Una pregunta terrible, imposible de responder. ¿ Con hombres dispersos en distintos rincones, incomunicados? Una de las pocas libertades que les quedan es la libertad de preguntarse qué ocurrirá a continuació n.

—Sin embargo, si tuvieras la capacidad de ver... Está s dispuesto a decir que la debilidad de imaginació n es lo que conduce a la alienació n, pero no, segú n parece, que una debilidad similar te incapacita polí ticamente. Si pudieras verlo en conjunto... ¿ Adonde vas?

—A buscar un cigarrillo en los bolsillos de la chaqueta. Es posible que haya dejado uno ahí.

—Si pudieras ver las cosas así.

—No hay un solo pitillo en la casa.

—En conjunto...

—Quieres decir si fuera un genio polí tico. No lo soy. Bien, ¿ a qué te enfrentas?

—A qué hacer dadas las circunstancias.

—Intenta vivir.

—¿ Có mo?

—No me será s de gran ayuda, Tu as raison aussi. Mediante un plan, un programa, una construcció n ideal, tal vez una obsesió n.

—Una construcció n ideal.

—Una frase alemana. Y tú con nombre francé s.

—He de estar por encima de esos prejuicios.

—Bueno, es una frase encantadora. Una construcció n ideal, un recurso obsesivo. Ha habido innumerables variedades: para estudio, para sabidurí a, valentí a, la guerra, los beneficios de la crueldad, el arte; el hombre divino de las culturas antiguas, el hombre total humanista, el amante corté s, el caballero, el eclesiá stico, el dé spota, el asceta, el millonario, el gerente. Podrí a nombrar centenares de esas construcciones ideales, cada una con sus afirmaciones y sí mbolos, cada una encontrando —en la conducta, en Dios, en el arte, en el dinero— su respuesta particular y cada una proclamando: «Esta es la ú nica manera posible de enfrentarse al caos». Incluso un hombre como mi amigo Steidler está bajo la influencia de una construcció n ideal de una clase inferior. Es inferior porque está hecha sin excesivo rigor y se ha pensado poco al formarla. Sin embargo, es real. É l prescindirí a de buen grado de cuanto no es dramá tico en su vida. Solo que mucho me temo que su idea del drama es superficial. Las cosas sencillas, inevitables, no son lo bastante dramá ticas para é l. Tiene una idea del estilo admirable. Es poca cosa. Lo que quiere es la nobleza del gesto. Y, a pesar de esa indolencia de la que se jacta, está dispuesto a ir en pos de su ideal hasta que los ojos se le salgan de las ó rbitas y los pies de los zapatos.

—¿ Quieres una de esas construcciones, Joseph?

—¿ No parece que las necesitamos?

—No lo sé.

—¿ No podemos pasarnos sin ellas?

—Si lo ves de esa manera.

—Al parecer tenemos necesidad de procurarnos un centro exclusivo, apasionado y absorbente.

—Podrí a decirse así.

—Pero ¿ qué me dices del abismo entre la construcció n ideal y el mundo real, la verdad?

—Sí...

—¿ Có mo se relacionan?

—Un problema interesante.

—Y entonces tenemos este otro: la obsesió n agota al hombre. Puede convertirse en su enemigo. Sucede a menudo.

—Hummm.

—¿ Qué dices a todo esto?

—¿ Qué digo?

—Sí, ¿ qué piensas al respecto? Te quedas ahí sentando, contemplando el techo y dá ndome respuestas equí vocas.

—No. Qué inofensiva carrera has elegido.

—Te olvidas de ser razonable.

—¡ Razonable! Vamos, hombre, me haces vomitar. Verte me hace vomitar. Me revuelves el estó mago con tu aspecto engolado y falso.

—¡ Veamos, Joseph...!

—Anda, lá rgate. Fuera de aquí. Tienes dos caras. ¡ No eres de fiar, condenado diplomá tico, estafador!

Enfurecido, le arrojé un puñ ado de pieles de naranja y é l huyó de la habitació n.

 



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.