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5 de enero



 

Esta tarde saqué todos los zapatos del armario y me senté en el suelo a lustrarlos. Rodeado de trapos, jabó n de limpiar y acondicionar pieles y cepillos (la luz marró n de la calle llenando las ventanas mientras los gorriones se querellaban en las ramas muertas), me sentí tranquilo durante un rato y, a medida que colocaba en hilera los zapatos de Iva, cada vez má s satisfecho. Era una satisfacció n prestada la que me procuraba realizar una tarea que hací a de niñ o. En Montreal, en tardes como aquella, a menudo pedí a permiso para extender las hojas de un perió dico en el suelo de la sala de estar y lustraba los zapatos de todos mis familiares, incluidos los de tí a Dina con sus lengü etas alargadas y sus decenas de ojetes. Cuando metí a el brazo en uno de sus zapatos, penetraba hasta má s arriba del codo y, al cepillarlo, notaba la sensació n del cepillo contra mi brazo a travé s del suave cuero. La niebla marró n se extendí a por la calle St. Dominique, pero en la sala de estar el brillo de la estufa incidí a en el gran sofá, en el hule y en mi frente, y su calor me producí a un agradable cosquilleo en la piel. No lustraba los zapatos en busca de alabanzas, sino por el trabajo en sí y las sensaciones de la sala, a resguardo de la humedad y la niebla de la calle, con los postigos cerrados y el verde pá lido de las tuberí as metá licas que se extendí an sobre los remates de las ventanas. Nada podrí a haberme tentado a salir de casa.

Jamá s he encontrado otra calle que se pareciera a St. Dominique. Estaba en un barrio humilde, entre un mercado y un hospital. En general me interesaba mucho lo que sucedí a en ella, y miraba desde las escaleras y las ventanas. Desde entonces pocas cosas me han conmovido tanto como, por ejemplo, la imagen de un cochero tratando de levantar a su caballo caí do, la de un cortejo fú nebre bajo la nieve o la de un lisiado que hostigaba a su hermano. Y el olor acre y rancio de sus tiendas y só tanos, los perros, los muchachos, las mujeres francesas e inmigrantes, los mendigos con llagas y deformidades, con cuyos iguales no volverí a a toparme hasta que fuese lo bastante mayor para leer sobre el Parí s de Villon, las mismas brisas a lo largo de la estrecha calle, todo eso permanece tan ní tido en mi memoria que a veces creo que es el ú nico lugar donde jamá s se me permitió encontrar la realidad. Mi padre se quejaba amargamente de la pobreza que le obligaba a criarnos en un barrio marginal y le preocupaba que presenciara demasiadas cosas inconvenientes. Y lo cierto era que las veí a: en una habitació n sin cortinas, cerca del mercado, un hombre que se erguí a sobre alguien en una cama, y, en otra ocasió n, un negro con una rubia en el regazo. Pero má s difí cil era olvidar una jaula con una rata dentro arrojada a una hoguera y dos borrachos que se peleaban, uno de los cuales se alejó sangrando, las gotas rojas desprendié ndose de su cabeza como las primeras y lentas gotas de un aguacero de verano, y detrá s de é l quedó un sinuoso reguero de gotas de sangre en la acera.

 



  

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