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27 de diciembre



 

Amos nos llamó esta mañ ana, y envié a Iva para que hablara con é l. Al regresar, ella quiso saber por qué no habí a hablado claro, por qué habí a querido dar a la familia de mi hermano una impresió n erró nea. Repliqué que mientras ellos estuvieran satisfechos con la impresió n que tení an de sí mismos, me tení a sin cuidado la opinió n que tuvieran de mí. Iva se restregó los pá rpados enrojecidos con ó xido de mercurio antes de irse al trabajo. Habí a llorado durante varias horas seguidas.

En un solo aspecto me sentí a aliviado; habí a estado inquieto por el dinero, creyendo que Etta habrí a sido capaz de quedá rselo, pero lo cierto era que se marchó sin esperar a ver lo que yo estaba haciendo en el tocador de Dolly. No sabí a lo del dinero. De lo contrario, podrí a haberlo robado tan solo para mortificarme.

Pero he estado reflexionado en lo que puede significar para Etta que seamos tan parecidos. Y, ademá s, ¿ por qué deberí a suponer que nuestro parecido fí sico era la base de una afinidad de otra clase? La bú squeda de una respuesta me lleva a ahondar en mi pasado, un campo que no siempre me resulta agradable pero que ofrece gran cantidad de informació n esencial. Y entonces descubro que la cara, todas las caras, tiene para mí una importancia sin parangó n con la de cualquier otro objeto. Una similitud de rostros tiene que significar una similitud de naturaleza y, presumiblemente, de destino.

Los miembros de nuestra familia somos guapos. De niñ o me inculcaron la idea de que era guapo, aunque no, que recuerde, por medio de ningú n proceso directo. Me lo transmití a la atmó sfera de la casa.

Ahora recuerdo un incidente de cuando tení a cuatro añ os, una discusió n entre mi madre y mi tí a por la manera en que ella (mi madre) me peinaba. Mi tí a Dina afirmaba que ya era hora de que me cortaran los rizos, pero mi madre no querí a oí r hablar de ello. Tí a Dina era una mujer terca, de comportamiento arbitrario. Me llevó al peluquero y le pidió que me cortara el pelo a la moda de la é poca, el estilo llamado Buster Brown. 2 Metió los rizos en un sobre y se los dio a mi madre, quien al ver aquello se echó a llorar. Menciono esto no solo para recordar hasta qué punto veí a yo exagerada la importancia de mi aspecto, sino tambié n porque durante la adolescencia recordarí a este incidente con relació n a otro hecho.

En el saló n habí a una mesa con cajones, y en uno de ellos estaban guardadas las fotos de la familia, una de las cuales me atraí a desde la infancia. Era una foto de estudio de mi abuelo materno, tomada poco antes de su muerte. En ella aparecí a con la cabeza apoyada en el puñ o arrugado, la larga barba de un amarillo azufre, la mirada fija y la ropa similar a una mortaja. Esa imagen me habí a acompañ ado mientas crecí a. Y entonces, un dí a, cuando tení a unos catorce añ os, la saqué del cajó n junto con el sobre en el que se conservaban mis rizos. Al examinar la foto, se me ocurrió que algú n dí a mi cabeza serí a como la del abuelo retratado, esfumados los rizos y el peinado a lo Buster Brown. Má s adelante llegué a creer (y esto ya no era una impresió n sino un dogma) que la foto era una prueba de mi mortalidad. Los huesos de mi abuelo me mantení an erguido, así como los de quienes le precedieron, como un pré stamo temporal. A lo largo de los añ os é l me reclamarí a poco a poco, hasta que mis puñ os tambié n se arrugarí an y mis ojos mirarí an fijamente. La idea era sombrí a, pero no me asustaba, y tení a un efecto corrector sobre mi vanidad.

Solo que esta vez no se trataba de algo tan sencillo, no era tan solo vanidad. Esta vez veí a mi cara como la encarnació n de lo que yo significaba. Era un registro de mis antepasados, una parte del mundo y, simultá neamente, de la manera en que recibí a al mundo, me aferraba a é l y, ademá s, la manera en que me anunciaba a é l. Todo esto era privado y nunca hablaba de ello.

Pero, incluso en un grado mayor, aunque sabí a que era guapo, este convencimiento despertaba en mí no pocas suspicacias. Ya he explicado que la mortalidad jugaba su papel, al hacer incursiones en mi vanidad. La suspicacia la socavaba todaví a má s, pues me decí a una y otra vez: «Hay algo erró neo». Querí a decir que algo falso envolví a a mi vanidad. Y entonces sucedió un incidente.

En el instituto trabé amistad con un muchacho llamado Will Harscha, de origen alemá n. Iba de visita a su casa y conocí a a su hermana y su hermano menor, así como a su madre. Pero no habí a visto nunca a su padre, que tení a una tienda en un barrio alejado. Sin embargo, un domingo por la mañ ana, cuando fui de visita, el padre estaba casualmente en casa y Will me lo presentó. Era un hombre gordo, de cabello negro y rostro atezado pero de expresió n amable.

—Así que eres Joseph —dijo mientras me estrechaba la mano—. Bueno. Er ist schó n —le dijo a su mujer.

—Mephisto war auch shó n —replicó la señ ora Harscha.

¡ Mephisto! ¿ Mefistó feles? Comprendí lo que la señ ora habí a dicho. Me quedé paralizado donde estaba. El señ or Harscha, que me observaba, debió de comprender que sabí a a qué se habí a referido ella, pues le dirigió una mirada furibunda a la mujer que, con los labios apretados, seguí a mirá ndome.

No volví a verlos. En la escuela evitaba a Will, y me pasaba horas de insomnio pensando en lo que habí a dicho la señ ora Harscha. Habí a visto mi interior (entonces supuse que de una manera instintiva) y, mientras los demá s no veí an nada erró neo, ella habí a descubierto la maldad. Durante largo tiempo creí que tení a una faceta diabó lica. Luego lo dejé correr. Si algo diabó lico habí a en mí, era mi condició n de «pobre diablo». No yo en concreto, sino el pobre diablo humano en general. Pero entretanto, personas como la señ ora Harscha habí an confirmado mi sospecha de que no era como los demá s sino que (y ahora sé que esta es una vieja creencia y en el corazó n de lo que llamamos «romá ntico») ocultaba algo horrible. Y tal vez sea una convicció n extendida por todo el mundo y se deba a que nos conocemos a nosotros mismos demasiado bien para aceptar las buenas y preferimos adoptar las malas opiniones que los demá s tienen de nosotros. Tal vez le desagradara a la señ ora Harscha porque me portaba demasiado bien, o por la manera que tení a en la adolescencia de llegar, o tratar de llegar, a un pacto con los parientes adultos de mis amigos, en particular las madres, por encima de sus hijos. Debió de pensar que no tení a derecho a no ser como todo chiquillo. Eso le molestaba a mucha gente.

Hace largo tiempo que me liberé de esa morbosidad. Si me propuse rastrearla fue debido a Etta. Pero no hay ninguna razó n para creer que existe algú n paralelo entre nosotros. Es posible que la cabeza del abuelo penda sobre los dos, pero si nos devora, y cuando lo haga, devorará a dos personas que no tienen nada má s en comú n.

Tambié n he estado pensando en Dolly. Por supuesto, sabí a que no era ninguna santa; pero ahora, al rememorar su papel en el asunto de anoche, descubro que está má s escorada que nunca hacia el infierno. Ese incidente constituye una prueba adicional de mi incapacidad de interpretar a la gente como es debido, de reconocer la probabilidad de que la bajeza sea una de sus caracterí sticas, tan natural en algunos como un parpadeo, un gesto de asentimiento, un movimiento de la mano. Les hago concesiones teó ricas, es decir, irreales. Tendré que empezar a adiestrarme en astucia.

 



  

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