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LA CARRETERA 9 страница



Quizá debería y quizá no.

¿Por qué no?

Yo no le hubiera dado nada mío.

¿No le importa que eso hiera sus sentimientos?

¿Herirá sus sentimientos?

No. No es por eso por lo que lo ha hecho.

¿Por qué lo ha hecho?

Miró hacia donde estaba el chico y luego miró al viejo. No lo entendería, dijo. Yo mismo no estoy seguro de entenderlo.

Quizá el chico cree en Dios.

No sé en qué cree.

Lo superará.

No. No lo superará.

El viejo no respondió. Echó un vistazo al día.

Tampoco nos deseará suerte, ¿verdad?, dijo el hombre.

No sé qué significado tendría eso. Qué pinta tendría la suerte. ¿Quién podría saber una cosa así?

Siguieron todos su camino. Cuando miró atrás el viejo había echado a andar, tanteando el camino con su bastón, menguando lentamente en la carretera como un vendedor ambulante de tiempos remotos, oscuro y encorvado y fino como una araña para esfumarse pronto para siempre. El chico no volvió la vista atrás en ningún momento.

 

A primera hora de la tarde extendieron la lona en la carretera y se sentaron a comer un almuerzo frío. El hombre le observó. ¿Hablas?, dijo.

Sí.

Pero no estás contento.

Estoy bien.

Cuando nos quedemos sin comida tendrás más tiempo para pensar en ello.

El chico no dijo nada. Siguieron comiendo. Miró hacia la carretera. Al cabo de un rato dijo: Ya. Pero no lo recordaré igual que lo recuerdas tú.

Es probable.

No he dicho que no tuvieras razón.

Aunque lo pensaras.

No pasa nada.

Ya, dijo el hombre. Bueno. En la carretera no abundan las buenas noticias. En tiempos como estos...

No deberías burlarte de él.

De acuerdo.

Se va a morir.

Lo sé.

¿Podemos irnos ahora?

Sí, dijo el hombre. Podemos.

 

Se despertó tosiendo por la noche en la fría oscuridad y tosió hasta sentir el pecho en carne viva. Se inclinó hacia la lumbre y sopló en los rescoldos y puso más leña y se levantó y se alejó del campamento hasta donde alcanzaba la luz. Arrodillado en las hojas y la ceniza secas con la manta sobre los hombros al cabo de un rato la tos empezó a amainar. Pensó en el viejo solo en alguna parte. Miró hacia el campamento a través de la negra empalizada de los árboles. Confiaba en que el chico se hubiera vuelto a dormir. Permaneció arrodillado respirando como un asmático, la manos en las rodillas. Me voy a morir, dijo. Dime cómo tengo que hacerlo.

 

Al día siguiente caminaron casi hasta que se hizo de noche. No encontraba un sitio seguro donde encender fuego. Al sacar la bombona del carrito le pareció que pesaba poco. Se sentó y giró la válvula pero la válvula ya estaba abierta. Giró el pequeño mando del quemador. Nada. Pegó la oreja y escuchó. Probó de nuevo las dos válvulas y sus combinaciones. La bombona estaba vacía. Se quedó en cuclillas con las manos juntas contra la frente, cerrados los ojos. Al rato levantó la cabeza y se quedó allí contemplando sin más el frío bosque que se oscurecía.

 

Cenaron torta de maíz y alubias y frankfurts de una lata, todo frío. El chico le preguntó cómo era que la bombona se había vaciado tan pronto pero él dijo que esas cosas pasaban.

Dijiste que duraría varias semanas.

Ya.

Pero solo ha durado unos días.

Me equivoqué.

Comieron en silencio. Al cabo de un rato el chico dijo: Me olvidé yo de cerrar la válvula, ¿no?

No es culpa tuya. Debería haberlo comprobado.

El chico dejó su plato encima de la lona y apartó la vista.

No es culpa tuya. Hay que cerrar las dos válvulas. Las roscas tenían que haber estado selladas con teflón para que no perdiera gas y yo no lo hice. La culpa es mía. Por no decirte nada.

De todas formas no teníamos teflón, ¿verdad?

No es culpa tuya.

 

Siguieron avanzando a marchas forzadas, esqueléticos e inmundos como adictos callejeros. Cubiertos con las mantas contra el frío y echando un aliento humoso, abriéndose paso por los negros y sedosos montones de nieve. Estaban atravesando la amplia llanura costera donde los vientos seculares los empujaban entre aullantes nubes de ceniza a buscar refugio donde pudieran. En casas o graneros o metidos en una zanja al borde de la carretera con las mantas por encima de la cabeza y el cielo a mediodía negro como las bodegas del infierno. Abrazó al chico contra su pecho, helado hasta los huesos. No te desanimes, dijo. Saldremos de esta.

 

Una tierra destripada y erosionada y árida. Huesos de seres muertos desparramados en los aguazales. Basurales de desperdicios anónimos. En los campos casas de labor con la pintura agrietada y las tablas de las paredes ahuecadas y sueltas de sus tachuelas. Todo ello desprovisto de sombras y de características. La carretera descendía a través de una selva de kudzú muerto. Una ciénaga donde las cañas yacían muertas sobre el agua. Más allá de la linde de los campos la mustia bruma flotaba por igual sobre tierra y cielo. A media tarde había empezado a nevar y siguieron caminando con la lona encima de ellos y la nieve mojada siseando en el plástico.

 

Dormía poco desde hacía semanas. Cuando se despertó por la mañana el chico no estaba y se incorporó empuñando la pistola y luego se puso de pie y le buscó pero el chico no estaba a la vista. Se calzó los zapatos y caminó hasta el borde de los árboles. Por el este un sombrío amanecer. El sol extraño iniciando su fría trayectoria. Vio que el chico venía corriendo por los campos. Papá, llamó. Hay un tren en el bosque.

¿Un tren?

Sí.

¿Un tren de verdad?

Sí. Vamos.

No habrás ido hasta allí, ¿verdad?

No. Solo un trocito. Vamos.

¿No hay nadie?

No. Creo que no. Venía a buscarte.

¿Lleva máquina?

Sí. Una diesel muy grande.

 

Atravesaron el campo y penetraron en el bosque que había al otro lado. La vía bajaba de la región por una pendiente peraltada y cruzaba el bosque. La locomotora era una diesel eléctrica y tenía detrás ocho vagones de pasajeros de acero inoxidable. Agarró al chico de la mano. Sentémonos aquí a vigilar, dijo.

 

Se sentaron en el terraplén y esperaron. No se movía nada. Le pasó la pistola al chico. Quédatela tú, papá, dijo el chico.

No. Ese no era el trato. Toma.

Cogió la pistola y se quedó sentado con ella en el regazo y el hombre enfiló el sendero y se quedó de pie mirando el tren. Después cruzó la vía y estudió los vagones desde el otro lado. Cuando hubo llegado al final y emergió por detrás del último vagón hizo señas al chico y el chico se levantó y se metió la pistola en el cinturón.

 

Todo estaba cubierto de ceniza. Los pasillos llenos de papeles. Sobre los asientos maletas abiertas que habían sido bajadas de los portaequipajes y desvalijadas hacía tiempo. En el coche salón encontró unos platos de papel y sopló para quitarles el polvo y se los guardó en la parka y eso fue todo.

¿Cómo llegó hasta aquí, papá?

No lo sé. Imagino que alguien lo llevaba hacia el sur. Un grupo de personas. Seguramente se quedaron sin combustible.

¿Y hace mucho tiempo que está aquí?

Sí, eso creo. Bastante tiempo.

 

Miraron en el último de los vagones y luego siguieron la vía hasta la locomotora y se subieron a la pasarela. Herrumbre y pintura descamada. Entraron en la cabina y el hombre sopló la ceniza que tapizaba el asiento del maquinista y puso al chico a los mandos. Los mandos eran muy sencillos. Poca cosa aparte de empujar hacia delante la manija de admisión. Hizo ruidos de tren y de sirena diesel pero no estaba seguro de qué podían significar para el chico esos ruidos. Pasado un rato se quedaron sin más frente al parabrisas cubierto de cieno mirando hacia donde la vía torcía para perderse en la fosca. Si vieron mundos diferentes sus conclusiones fueron las mismas. Que el tren se iría descomponiendo a perpetuidad y que ningún tren volvería a funcionar jamás.

¿Podemos irnos, papá?

Sí. Claro que podemos.

 

Empezaron a encontrar junto a la carretera algún que otro pequeño mojón de piedras. Eran señales en idioma gitano, pateranes perdidos. El primero que veía en bastante tiempo, comunes en el norte a medida que salías de las ciudades saqueadas y exhaustas, mensajes sin esperanza para seres queridos desaparecidos o muertos. Todas las provisiones de comida se habían agotado ya y el asesinato reinaba en la región. El mundo al poco tiempo poblado mayormente por hombres que se comían a tus hijos ante tus propios ojos y las ciudades en poder de bandas de atezados saqueadores que abrían túneles en las ruinas y salían reptando de los escombros blancos de dientes y ojos con bolsas de malla repletas de latas chamuscadas y anónimas como compradores salidos de los economatos del infierno. El blando talco negro barría las calles cual tinta de calamar desparramándose por un lecho marino y el frío se pegaba al suelo y oscurecía temprano y los carroñeros al pasar con sus antorchas por los escarpados desfiladeros dejaban en la ceniza hoyos como de seda que se cerraban silenciosamente a su paso como ojos. En las carreteras los peregrinos se derrumbaban y caían y morían y la tierra yerma y amortajada iba rodando hasta el otro lado del sol y regresaba sin dejar huella y tan inadvertida como la trayectoria de cualquier mundo hermano sin nombre en las inmemoriales tinieblas de más allá.

 

Mucho antes de llegar a la costa sus provisiones estaban ya casi agotadas. La región había quedado arrasada hacía años y no hallaron nada en las casas y edificios lindantes con la carretera. Encontró un listín telefónico en una estación de servicio y anotó el nombre de la población a lápiz en el mapa. Se sentaron en el bordillo frente al edificio y comieron galletas saladas y buscaron la población pero no pudieron encontrarla. Volvió a buscar en las páginas sueltas. Finalmente se lo mostró al chico. Estaban unos ochenta kilómetros al oeste de donde él había creído. Dibujó figuras como palos en el mapa. Estos somos nosotros, dijo. El chico trazó la ruta hasta el mar con el dedo. ¿Cuánto tardaremos en llegar ahí?, dijo Dos semanas. Quizá tres.

¿Es azul?

¿El mar? No lo sé. Antes lo era.

El chico asintió con la cabeza y se quedó mirando el mapa. El hombre le observó. Creía saber de qué se trataba. Él había mirado mapas de niño, poniendo el dedo sobre el pueblo donde vivía. Igual que buscaba el apellido de su familia en el listín de teléfonos. Ellos entre muchos otros, cada cosa en su sitio. Justificados en el mundo. Vamos, dijo. Deberíamos irnos.

 

A media tarde empezó a llover. Dejaron, la carretera y tomaron un camino de tierra a través de un campo y pernoctaron en un cobertizo. El cobertizo tenía suelo de cemento y al fondo había unos bidones metálicos vacíos. Atrancó la puerta con los bidones y encendió lumbre en el suelo e improvisó camas con unas cajas de cartón aplastadas. La lluvia tamborileó toda la noche sobre el tejado metálico. Cuando se despertó el fuego se había extinguido y hacía mucho frío. El chico estaba incorporado, cubierto con su manta.

¿Qué ocurre?

Nada. He tenido una pesadilla.

¿Qué era lo que soñabas?

Nada.

¿Estás bien?

No.

Lo rodeó con sus brazos y lo estrechó. Tranquilo, dijo.

Estaba llorando. Pero tú no te despertabas.

Lo siento. Es que estoy muy cansado.

Quiero decir en el sueño.

 

Cuando despertó ya de mañana había dejado de llover. Escuchó el calmoso gotear del agua. Cambió de postura sobre el duro suelo y miró hacia el campo gris a través de los listones.

13C.

El chico todavía dormía. El agua había formado charcos en el suelo. Pequeñas burbujas aparecían y patinaban y se extinguían. En un pueblo de las tierras bajas habían dormido en un sitio parecido y escuchado la lluvia. Había allí un anticuado drug-store con un mostrador de mármol negro y taburetes cromados con los gastados asientos de plástico remendados con cinta aislante. La farmacia había sido saqueada pero la tienda en sí estaba curiosamente intacta. En los estantes había material electrónico que nadie había tocado. Se quedó de pie examinando el lugar. Cosas varias. Artículos de mercería. ¿Qué es esto? Cogió al chico de la mano y se lo llevó afuera pero el chico ya lo había visto. Una cabeza humana cubierta por una campana de vidrio al extremo del mostrador. Disecada. Con una gorra de béisbol. Ojos resecos vueltos tristemente hacia dentro. ¿Había soñado esto? No. Se levantó y se puso de rodillas para soplar en los rescoldos y sacó las puntas de tabla quemadas y consiguió avivar el fuego otra vez.

 

Hay más, de los buenos. Tú lo dijiste.

Sí.

¿Y dónde están?

Escondidos.

¿De qué se esconden?

Unos de otros.

¿Son muchos?

No lo sabemos.

Pero algunos hay.

Sí. Algunos.

¿Es verdad eso?

Sí. Es verdad.

Pero podría no serlo.

Yo creo que lo es.

Vale.

No me crees.

Sí te creo.

Vale.

Yo siempre te creo.

Me parece que no.

Claro que sí. Tengo que creerte.

 

Regresaron caminando por el barro a la carretera principal. En el aire olor a tierra y a ceniza mojada. Agua oscura en las cunetas. Saliendo de una alcantarilla de hierro a un charco. En un jardín ciervos de plástico. Al atardecer del día siguiente llegaron a un pueblo donde tres hombres salieron de detrás de un camión y se plantaron en mitad de la calle. Chupados, vestidos con harapos. Empuñando trozos de tubería. ¿Qué lleváis en la cesta? Los apuntó con el revólver. Se quedaron quietos. El chico agarrado a su chaqueta. Nadie decía nada. Echó a andar empujando el carrito y los hombres se apartaron. Hizo que el chico se encargara del carrito y caminó de espaldas sin dejar de apuntarles. Trataba de parecer un nómada asesino cualquiera pero el corazón le latía con violencia y supo que iba a ponerse a toser. Ellos volvieron poco a poco a la calle y se quedaron mirando. Se guardó la pistola por dentro del cinturón y dio media vuelta y cogió el carrito. Al final de la cuesta cuando se volvió para mirar los hombres estaban allí parados todavía. Le dijo al chico que empujara el carro y él se metió por un jardín desde donde poder ver calle abajo pero ya no estaban. El chico tenía mucho miedo. Puso la pistola encima de la lona y cogió el carrito y siguieron adelante.

 

Se ocultaron en un campo hasta que oscureció pero no pasó nadie por la carretera. Hacía mucho frío. Cuando ya era casi de noche cogieron el carrito y salieron de nuevo a la carretera y sacó las mantas y se envolvieron en ellas y siguieron adelante. Tanteando el pavimento con los pies. Una de las ruedas del carrito había empezado a chirriar periódicamente pero no se podía hacer nada. Se esforzaron varias horas más y luego atravesaron a trancas y barrancas el matorral al borde del camino y se acostaron tiritando y extenuados en el frío suelo y durmieron hasta que se hizo de día. Cuando despertó el hombre estaba enfermo.

 

Tenía calentura y se escondieron en el bosque como fugitivos. No había dónde encender fuego. Ningún sitio seguro. El chico permanecía sentado en la hojarasca observándole. Al borde del llanto. ¿Te vas a morir, papá?, dijo. ¿Te vas a morir?

No. Solo he caído enfermo.

Estoy muy asustado.

Lo sé. No te preocupes. Me pondré bien. Ya lo verás.

 

Sus sueños se animaron. El mundo olvidado reapareció. Parientes fallecidos hacía mucho tiempo irrumpían en sus sueños y le lanzaban chocantes miradas de soslayo. Ninguno decía nada. Pensó en su vida. Hacía tanto tiempo... Un día gris en una ciudad extranjera mirando la calle asomado a una ventana. A su espalda sobre una mesa de madera ardía una lámpara pequeña. En la mesa libros y papeles. Había empezado a llover y en la esquina un gato daba media vuelta y cruzaba la acera y se instalaba bajo el toldo de la cafetería. Había allí una mujer sentada a una mesa, la cabeza entre las manos. Años después había estado en las ruinas calcinadas de una biblioteca donde los libros yacían renegridos en charcos de agua. Los estantes volcados. Rabia contra las mentiras dispuestas en millares de hileras sucesivas. Cogió uno de los libros y pasó las páginas tan hinchadas. Él no hubiera dado valor a la más mínima cosa basada en un mundo futuro. Le sorprendió. Que el espacio que dichas cosas ocupaban fuera en sí mismo una expectativa. Dejó caer el libro y echó un último vistazo alrededor y salió a la fría luz gris.

Tres días. Cuatro. Dormía mal. La tos lo despertaba. El aire entrando áspero en sus pulmones. Lo siento, dijo a la implacable oscuridad. No pasa nada, dijo el chico.

 

Consiguió encender la pequeña lámpara de petróleo y la dejó apoyada en una roca y se levantó y caminó arrastrando los pies por la hojarasca arropado en las mantas. El chico le dijo en susurros que no se marchara. Solo hasta ahí mismo, dijo él. No voy lejos. Te oiré si me llamas. Si la lámpara se apagaba no podría encontrar el camino de vuelta. Se sentó en la hojarasca al llegar a lo alto de la loma y escrutó la negrura. Nada que ver. Sin viento. Antiguamente cuando daba un paseo así y se sentaba a contemplar el campo apenas visible como ahora allí donde la luna perdida surcaba la tierra cauterizada, a veces veía una luz. Tenue y sin forma definida en las tinieblas. Al otro lado de un río o metida en los ennegrecidos cuadrantes de una ciudad quemada. A veces por la mañana volvía con unos prismáticos y buscaba alguna señal de humo en la campiña pero nunca vio ninguna.

 

En el lindero de un campo en invierno entre hombres rudos. La edad del chico ahora. O un poco mayor. Observando cómo abrían el rocoso suelo de la ladera con pico y azadón y exhumaban toda una papilla de serpientes, quizá un centenar. Reunidas allí para darse calor unas a otras. Aquellos tubos pálidos empezando a moverse perezosamente a la fría y dura luz. Como intestinos de alguna bestia enorme expuestos al día. Los hombres les echaron gasolina encima y las quemaron vivas, no teniendo ningún remedio para el mal sino solo para la imagen del mismo tal como ellos lo concebían. Las serpientes inmoladas se retorcían horriblemente y algunas cruzaban el suelo de la gruta iluminando con sus cuerpos en llamas los lugares más recónditos. Dado que eran mudas no hubo gritos de dolor y los hombres en un silencio similar las vieron arder y contorsionarse y volverse negras y en silencio se dispersaron en el crepúsculo invernal cada cual con sus pensamientos camino de la casa y la cena respectivas.

 

Una noche el chico despertó de un sueño y no quiso decirle qué había soñado.

No tienes por qué contármelo, dijo el hombre. No pasa nada.

Estoy asustado.

No pasa nada.

Sí que pasa.

Es solo un sueño.

Estoy muy asustado.

Ya lo sé.

El chico se dio la vuelta. El hombre lo abrazó. Escúchame, dijo.

Qué.

Cuando sueñes con un mundo que nunca existió o con un mundo que no existirá y estés contento otra vez entonces te habrás rendido. ¿Lo entiendes? Y no puedes rendirte. Yo no lo permitiré.

 

Cuando partieron de nuevo él estaba muy débil y pese a todos sus discursos se sentía más desanimado de lo que se había sentido en muchos años. Nauseabundo de diarrea, apoyándose en el asa del carrito de supermercado. Miró al chico con los ojos hundidos en su rostro macilento. Una nueva distancia entre los dos. Lo percibía. Al cabo de dos días llegaron a una región donde las tormentas de fuego habían dejado a su paso kilómetros y kilómetros de tierra quemada. En la calzada una costra de ceniza de varios centímetros de espesor y difícil avanzar con el carro. Debajo el asfalto se había abombado con el calor y vuelto a posarse otra vez. Se apoyó en el asa y miró la larga recta que se perdía en la distancia. Los árboles delgados. Los ríos un cieno gris. La tierra como un espantapájaros renegrido.

 

Pasado un cruce de caminos en aquel yermo empezaron a encontrar posesiones que los viajeros habían abandonado años atrás en la carretera. Cajas y bolsas. Todo derretido y negro. Viejas maletas de plástico retorcidas y deformes por el calor. Aquí y allá el huecograbado de cosas arrancadas del alquitrán por los carroñeros. Como un kilómetro más adelante empezaron a ver los muertos. Figuras medio atascadas en el asfalto, agarradas a sí mismas, las bocas aullantes. Puso una mano en el hombro del chico. Cógeme la mano, dijo. No creo que debas ver esto.

¿Porque lo que se te mete en la cabeza es para siempre?

Sí.

No pasa nada, papá.

¿No pasa nada?

Ya los tengo metidos.

No quiero que mires.

Seguirán estando ahí.

Se detuvo y se acodó en el carrito. Miró carretera abajo y miró al chico. Tan extrañamente despreocupado.

¿Y si seguimos?, dijo el chico.

Bueno. De acuerdo.

Parece que intentaban huir, ¿verdad, papá?

Sí. Eso parece.

¿Por qué no se apartaban de la carretera?

No podían. Todo estaba en llamas.

 

Avanzaron sorteando las formas momificadas. La piel negra tirante sobre los huesos y los rostros rajados y encogidos en sus cráneos. Como víctimas de un espeluznante proceso de succión. Pasando en silencio por aquel silencioso pasadizo entre la ceniza amontonada y eternamente condenados a seguir el frío coágulo de la carretera.

 

Pasaron por lo que había sido el emplazamiento de un villorrio pegado a la carretera y ahora reducido a cenizas. Unos contenedores metálicos, unos cuantos humeros de ladrillo negro todavía en pie. Había en las zanjas como charcas de cristal fundido y los cables pelados de la electricidad yacían en herrumbrosas madejas paralelas a la calzada durante kilómetros. A todo esto él no dejaba de toser. Vio que el chico le observaba. Era en él en quien pensaba el chico. Y por qué no.

 

Sentados en la carretera comieron restos de pan rápido duro como una galleta dura y la última lata de atún. Luego abrió una lata de ciruelas y se la fueron pasando. El chico apuró el jugo que quedaba y se quedó con la lata en el regazo y la rebañó con el dedo índice y se llevó el dedo a la boca.

No te vayas a cortar, dijo el hombre.

Siempre dices eso.

Ya lo sé.

Le vio lamer la tapa. Con mucho cuidado. Como un gato lamiendo su reflejo en un cristal. Deja de mirarme, dijo.

Vale.

Puso la lata frente a él en la calzada. ¿Qué?, dijo. ¿Qué pasa?

Nada.

Dímelo.

Creo que nos sigue alguien.

Es lo que yo pensaba.

¿Lo que tú pensabas?

Sí. Es lo que pensaba que ibas a decir. ¿Qué quieres que hagamos?

No sé.

¿Qué opinas?

Marchémonos. Deberíamos esconder la basura.

Porque si no pensarán que tenemos mucha comida.

Así es.

Y querrán matarnos.

No nos matarán.

Pero podrían intentarlo.

Estamos a salvo.

Ya.

Creo que deberíamos escondernos en la maleza y esperar que pasen. Ver quiénes son.

Y cuántos.

Y cuántos. Sí.

Vale.

Si conseguimos cruzar el arroyo quizá podríamos subirnos a esos riscos de allá y vigilar la carretera.

Vale.

Buscaremos un sitio.

Se pusieron de pie y apilaron las mantas en el carrito. Coge la lata, dijo el hombre.

 

El largo crepúsculo tocaba casi a su fin cuando la carretera cruzó el arroyo. Pasaron por el puente y empujaron el carrito hacia el bosque buscando un lugar para dejarlo donde no se viera. Luego se quedaron mirando la carretera en el ocaso.

¿Y si lo metemos debajo del puente?, dijo el chico.

¿Y si resulta que bajan a por agua?

¿A qué distancia crees que están?

No lo sé.

Se está haciendo de noche.

Ya.

¿Y si pasan cuando sea de noche?

Vamos a buscar un sitio donde podamos vigilar. Todavía no es de noche.

Escondieron el carrito y subieron la cuesta entre las rocas cargados con las mantas y se ocultaron en un sitio desde donde podían ver algo más de medio kilómetro de carretera entre los árboles. Estaban al abrigo del viento y se envolvieron en las mantas y se turnaron para vigilar pero al cabo de un rato el chico se quedó dormido. Él mismo estaba a punto de dormirse cuando vio aparecer una silueta en el cambio de rasante y quedarse allí de pie. Pronto aparecieron dos más. Luego una cuarta. Se agruparon. Después echaron a andar. Apenas podía distinguirlos en la casi completa oscuridad. Pensó que se detendrían pronto y deseó haber buscado un sitio más alejado de la carretera. Si se detenían en el puente iba a ser una noche larga y fría. Bajaron por la carretera y cruzaron el puente. Tres hombres y una mujer. La mujer tenía andares de pato y al aproximarse pudo ver que estaba embarazada. Los hombres llevaban mochilas a la espalda y la mujer una pequeña maleta de tela. Todos ellos con un aspecto lastimoso más allá de toda descripción. El aliento les humeaba ligeramente. Después de cruzar el puente siguieron carretera abajo y se perdieron uno a uno en la expectante oscuridad.



  

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