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LA CARRETERA 5 страница



 

El perro que él recuerda nos siguió a distancia durante dos días. Traté de engatusarlo para que viniera pero el perro no quiso. Hice un lazo con alambre para atraparlo. Había tres cartuchos en la pistola. Ninguno de sobra. El perro, una hembra, se alejó por la carretera. El chico se lo quedó mirando y luego me miró a mí y después al perro y se echó a llorar suplicando por la vida del animal y yo le prometí que no le haría ningún daño. Un perro flaco como una espaldera con pellejo encima. Al día siguiente se había ido. Ese es el perro que él recuerda. No se acuerda de ningún niño pequeño.

Se había guardado en el bolsillo un puñado de pasas envueltas en un paño y a mediodía se sentaron en la hierba seca junto a la carretera y se las comieron. El chico le miró. No hay nada más, ¿verdad?, dijo.

No. Nada más.

¿Ahora nos moriremos?

No.

¿Qué vamos a hacer?

Primero beberemos un poco de agua. Luego seguiremos andando por la carretera.

Vale.

 

Al atardecer atravesaron un campo tratando de encontrar un sitio seguro donde encender fuego. Tirando del carrito por el terreno. Una región tan poco prometedora. Mañana encontrarían algo que llevarse a la boca. La noche los sorprendió en una carretera embarrada. Se adentraron en un campo y avanzaron despacio hacia un grupo de árboles que se veían pelados y negros en la lejanía contra el poco mundo visible que quedaba. Para cuando llegaron ya era noche cerrada. Cogió al niño de la mano y amontonó con el pie ramas y maleza y encendió lumbre. La leña estaba húmeda pero el hombre rascó la corteza muerta con su cuchillo y puso broza y ramitas a secar junto al fuego. Luego extendió el plástico en el suelo y sacó del carrito las americanas y las mantas y se quitaron los zapatos húmedos y embarrados y se sentaron en silencio con las palmas de las manos vueltas hacia la lumbre. Intentó pensar en algo que decir pero no pudo. No era la primera vez que tenía esta sensación, más allá del entumecimiento y la sorda desesperación. Como si el mundo se encogiera en torno a un núcleo no procesado de entidades desglosables. Las cosas cayendo en el olvido y con ellas sus nombres. Los colores. Los nombres de los pájaros. Alimentos. Por último los nombres de cosas que uno creía verdaderas. Más frágiles de lo que él habría pensado. ¿Cuánto de ese mundo había desaparecido ya? El sagrado idioma desprovisto de sus referentes y por tanto de su realidad. Rebajado como algo que intenta preservar el calor. A tiempo para desaparecer para siempre en un abrir y cerrar de ojos.

 

Durmieron toda la noche de puro cansancio y por la mañana la lumbre estaba apagada y negra en el suelo. Se calzó los zapatos embarrados y fue a buscar leña, soplando en sus manos abocinadas. Mucho frío. Podía ser noviembre. Quizá más tarde. Encendió fuego y se llegó hasta el borde del coto y contempló el campo. Los sembrados muertos. A lo lejos un granero.

 

Echaron a andar por la pista de tierra y subieron una loma donde antaño había habido una casa. Había ardido tiempo atrás. La forma oxidada de una caldera en medio del agua negra del sótano. En los sembrados chapas carbonizadas de material para techos allí donde el viento las había tirado. En el granero rescataron del suelo polvoriento de una tolva metálica unos cuantos puñados de un grano que no supo identificar y se los comieron allí de pie con polvo y todo. Luego cruzaron los campos en dirección a la carretera.

 

Siguieron un muro de piedra al final de lo que quedaba de un huerto. Los árboles en sus esmeradas hileras retorcidos y negros y las ramas caídas a montones en el suelo. Se detuvo y miró más allá de los campos. Viento en el este. La blanda ceniza moviéndose en los surcos. Deteniéndose. Moviéndose de nuevo. Él ya lo había visto antes. Dibujos de sangre seca en los rastrojos y grises vísceras enroscadas allá donde los muertos habían sido destripados como animales y llevados a rastras. Sobre el muro del fondo un friso de cabezas humanas, todas de parecido rostro, resecas y hundidas con la sonrisa rígida y los ojos marchitos. Lucían aros de oro en sus coriáceas orejas y el viento hacía bailar sus escasos y raídos cabellos. Los dientes como empastes en sus alvéolos, los toscos tatuajes grabados con alguna tintura de elaboración casera descoloridos a la pauperizada luz del sol. Arañas, espadas, dianas. Un dragón. Consignas rúnicas, credos mal escritos. Viejas cicatrices con motivos viejos pespunteados en sus bordes. Las cabezas no deformadas a porrazos habían sido desolladas y los meros cráneos pintados y rubricados de parte a parte de la frente a garabatos y una de aquellas calaveras peladas tenía las suturas cuidadosamente entintadas como un plano para montaje. Miró al chico que estaba detrás de él. En pie junto al carrito soportando el viento. Miró la hierba seca que se movía y las hileras de árboles oscuros y retorcidos. Unos jirones de tela que el viento había estampado en el muro, la ceniza tiñéndolo todo de gris. Caminó paralelo al muro echando un último vistazo a las máscaras y cruzó un portillo de escalones y salió a donde el chico le estaba esperando. Le pasó un brazo por los hombros. Bien, dijo. Vámonos.

 

Le había dado por ver un mensaje en cada ejemplo de la historia tardía, un mensaje y una advertencia, y eso resultó ser este retablo de muertos y devorados. Al despertar por la mañana se dio la vuelta tapado con la manta y miró carretera abajo entre los árboles por donde habían venido, justo a tiempo de ver aparecer a los manifestantes a la tropa. Vestidos con prendas de lo más variado, todos ellos con bufandas rojas alrededor del cuello. Rojas o naranjas, lo más parecido al rojo que pudieron encontrar. Apoyó una mano en la cabeza del chico. Chsss..., dijo.

¿Qué ocurre, papá?

Hay gente en la carretera. No levantes la cabeza. No mires.

El fuego extinguido, sin humo. Nada que pudiera verse del carrito. Se pegó al suelo y miró por encima de su antebrazo. Un ejército con zapatillas deportivas, pisando fuerte. Portando trozos de tubería de tres palmos de largo envueltos en cuero. Fiadores en la muñeca. A algunos de los tubos les habían ensartado tramos de cadena provistos en su extremo de cachiporras de toda clase. Pasaron de largo en ruidoso desfile, balanceándose como juguetes de cuerda. Barbudos, echando un aliento humoso a través de las mascarillas. Chsss..., dijo. Chsss... La falange que los seguía portaba una especie de lanzas adornadas con cintas y borlas, la larga hoja hecha de ballesta de camión alisada a martillazos en alguna tosca fragua de tierra adentro. El chico permanecía tumbado con la cara entre los brazos, presa del pánico. Un ligero temblor de tierra cuando pasaron a unos sesenta metros. Pisando fuerte. Detrás de ellos carros tirados por esclavos con arneses y repletos de mercancía de guerra y más atrás las mujeres, como una docena, algunas de ellas embarazadas, y por último un conjunto adicional de calamitas mal vestidos para el frío y provistos de dogales y enyuntados entre sí. Se alejaron todos. Ellos permanecieron a la escucha.

¿Se han ido, papá?

Sí, se han ido.

¿Los has visto?

Sí.

¿Eran de los malos?

Sí, eran de los malos.

Son muchos, esos malos.

Sí. Pero ya se han ido.

Se pusieron de pie y se sacudieron la ropa, pendientes del silencio en la lejanía.

¿Adónde crees que van, papá?

No lo sé. Están en movimiento y eso es mala señal.

¿Y por qué es mala señal?

Porque sí. Tenemos que coger el mapa y echar una ojeada.

 

Sacaron el carrito de entre la maleza con que lo habían cubierto y lo enderezó y metió dentro las mantas y las americanas y lo empujaron hasta la carretera y desde allí observaron la retaguardia de aquella andrajosa horda que parecía flotar en el aire convulso como una ilusión óptica.

A media tarde empezó a nevar otra vez. Vieron cómo los copos de color gris claro descendían de la primera y taciturna oscuridad. Siguieron adelante. Una frágil capa de nieve líquida formándose en la oscura superficie de la carretera. El chico se rezagaba a cada momento y el hombre se detuvo para esperarlo. No te separes de mí, dijo.

Andas demasiado deprisa.

Iré más despacio.

Continuaron.

Otra vez no me hablas.

Estoy hablando.

¿Quieres que paremos?

Yo siempre quiero parar.

Hemos de tener más cuidado. Yo he de tener más cuidado.

Ya lo sé.

Pararemos, ¿vale?

Vale.

Solo hace falta encontrar un buen sitio.

Vale.

 

La nieve caía en cortinas a su alrededor. No se veía nada a ninguno de los dos lados de la carretera. Él estaba tosiendo otra vez y el chico tiritaba, los dos juntos bajo el plástico, empujando el carrito de supermercado por la nieve. Finalmente él se detuvo. El chico temblaba ahora violentamente.

Tenemos que parar, dijo.

Hace mucho frío.

Lo sé.

¿Dónde estamos?

¿Que dónde estamos?

Sí.

No lo sé.

Si estuviéramos a punto de morir ¿me lo dirías?

No sé. Pero no estamos a punto de morir.

 

Dejaron el carrito puesto del revés en un campo de juncias y él envolvió americanas y mantas en el plástico y partieron. Agárrate a mi chaqueta, dijo. No te sueltes. Recorrieron el campo de juncias hasta un cercado y lo cruzaron sujetando uno el alambre del otro con las manos. El alambre estaba frío y crujía en las grapas. Estaba anocheciendo rápidamente. Siguieron adelante. A lo que llegaron fue a un bosque de cedros, los árboles muertos y negros pero lo bastante enteros aún como para soportar la nieve. Al pie de cada uno un precioso círculo de tierra oscura y humus.

 

Se instalaron bajo un árbol y apilaron las mantas y las americanas en el suelo y él tapó al chico con una de las mantas y se puso a amontonar las agujas de cedro muertas. Despejó con el pie un trecho en la nieve donde la lumbre no prendiera fuego al árbol y trajo leña de los otros cedros, partiendo luego las ramas y sacudiendo la nieve. Cuando arrimó el encendedor a la estupenda yesca el fuego crepitó al instante y supo que no iba a durar mucho. Miró al chico. He de ir a por más leña, dijo. Estaré por estos andurriales, ¿de acuerdo?

¿Qué son andurriales?

Simplemente quiere decir que no me voy lejos.

Vale.

 

Había ya medio palmo de nieve en el suelo. Avanzó con dificultad entre los árboles tirando de las ramas caídas que asomaban de la nieve y regresó con una buena brazada pero para entonces lo único que quedaba del fuego era un nido de ascuas temblorosas. Arrojó las ramas al fuego y partió otra vez. Difícil andar sobre aviso. El bosque estaba cada vez más oscuro y la lumbre no iluminaba hasta muy lejos. Si se daba prisa solo se sentía más débil. Cuando miró a su espalda el chico estaba con la nieve a media pierna recogiendo ramas pequeñas y apilándolas sobre sus brazos.

 

La nieve caía y no dejaba de caer. Se despertó una y otra vez durante la noche y se levantó para reavivar con paciencia el fuego. Había desplegado el toldo y apuntaló uno de los extremos al pie del árbol para ver si podía reflejar el calor. Observó la cara del chico a la luz naranja de la lumbre. Sus mejillas hundidas y tiznadas de negro. Tuvo que contener la rabia. Era inútil. No creía que el chico pudiera continuar mucho más. Aunque dejara de nevar la carretera estaría casi impracticable. La nieve caía a susurros en medio de la quietud y las chispas crecieron y mermaron y se extinguieron en la negrura eterna.

 

Estaba medio dormido cuando oyó un estruendo en el bosque. Luego otro. Se incorporó. Del fuego quedaban unas llamas dispersas entre los rescoldos. Aguzó el oído. El chasquido seco de ramas al partirse. Después otro estruendo. Alargó el brazo y despertó al chico. Levanta, dijo. Tenemos que irnos.

El chico se quitó el sueño de los ojos frotando con el dorso de las manos. ¿Qué pasa?, dijo. ¿Qué ocurre, papá?

Vamos. Hay que ponerse en marcha.

Pero ¿qué pasa?

Los árboles. Están cayendo.

El chico se incorporó y miró a su alrededor muy espantado.

No te preocupes, dijo el hombre. Vamos. Hay que darse prisa.

 

Recogió americanas y mantas y las dobló y envolvió todo ello con el plástico. Levantó la cabeza. La nieve se le coló en los ojos. El fuego era poco más que brasa y no daba ninguna luz y la leña casi se había terminado y los árboles estaban cayendo por todas partes en la negrura. El chico se le agarró. Echaron a andar y él trató de encontrar un espacio despejado en la oscuridad pero al final puso el plástico en el suelo y se sentaron cubiertos por las mantas, él abrazando al chico. El ruido sordo de los árboles al caer y de los montones de nieve explotando contra el suelo pusieron el bosque a temblar. Abrazó al chico y le dijo que todo iría bien y que eso pasaría pronto y así fue al cabo de un rato. La escandalera extinguiéndose en la distancia. Y luego otra vez, aislada y muy lejos. Después silencio. Bueno, dijo. Caco que ya está. Cavó un túnel bajo uno de los cedros caídos retirando la nieve con los brazos, sus manos congeladas dentro de las mangas. Llevaron allí las americanas y las mantas y el plástico y al cabo de un rato se durmieron pese al frío intenso.

 

Al despuntar el día salió de la madriguera apartando el plástico, que la nieve acumulada hacía muy pesado. Se puso de pie y miró en derredor. Había dejado de nevar y los cedros yacían en montículos de nieve y ramas partidas y algunos troncos todavía en pie que se veían desnudos y como quemados en aquel paisaje grisáceo. Caminó como pudo por la nieve acumulada dejando al chico dormido debajo del árbol como un animal en hibernación. La nieve le llegaba casi a las rodillas. En el campo las juncias muertas estaban prácticamente cubiertas y la nieve formaba afilados surcos sobre los alambres del cercado y el silencio era expectante. Se quedó apoyado en una estaca, tosiendo. No tenía idea de dónde podía estar el carrito y pensó que se estaba volviendo tonto y que su cabeza no regía. Concéntrate, dijo. Tienes que pensar. Cuando dio media vuelta para regresar el chico le estaba llamando.

 

Tenemos que irnos, dijo. No podemos quedarnos aquí. El chico contempló sombríamente el ventisquero.

Vamos.

Caminaron hasta la cerca.

¿Adónde vamos?, dijo el chico.

Tenemos que encontrar el carrito.

Se quedó allí parado, las manos en los sobacos de su parka Vamos, dijo el hombre. Tienes que caminar.

 

Vadeó por los campos nevados. La nieve honda y gris. Había ya una capa reciente de ceniza. Consiguió avanzar unos cuan tos pasos más y luego se volvió para mirar atrás. El chico había caído. Dejó las mantas y el plástico que llevaba sobre el brazo y fue a recogerlo. El chico ya estaba tiritando. Lo levantó y lo estrechó contra su pecho. Lo siento, dijo. Lo siento.

 

Localizar el carrito les llevó un buen rato. Lo puso derecho sacándolo de la nieve y cogió la mochila que había dentro, la sacudió y la abrió para guardar una de las mantas. Metió mochila y las americanas y la otra manta dentro de la cesta del carrito y agarró al chico y lo puso encima y le deshizo el nudo de los zapatos y se los quitó. Luego sacó su cuchillo y se puso a cortar una de las americanas para envolver los pies del chico. Utilizó toda la tela y luego cortó unos cuadrados grandes del plástico y los agarró por debajo y envolvió con ellos los tobillos del chico, atándolos con el forro de las mangas de la americana. Retrocedió unos pasos. El chico bajó la vista. Ahora tú, papá, dijo. Arropó al chico con otra americana y luego se sentó en el plástico encima de la nieve y se envolvió él también los pies. Se calentó las manos dentro de la parka luego metió los dos pares de zapatos en la mochila con los prismáticos y el camión de juguete. Sacudió la lona y la dobló y la ató con las otras mantas en lo alto de la mochila y se cargó esta a la espalda y luego echó una última ojeada a la cesta pero eso fue todo. En marcha, dijo. El chico miró por última vez el carrito y luego lo siguió hacia la carretera.

La marcha se hacía más ardua de lo que él había imaginado. En una hora apenas habían recorrido un kilómetro y medio. Se detuvo y miró al chico. El chico se detuvo y esperó.

Tú crees que vamos a morir, ¿verdad?

No sé.

No nos vamos a morir.

Vale.

Pero no me crees.

No sé.

¿Por qué piensas que vamos a morir?

No sé.

Deja de decir no sé.

Vale.

¿Por qué crees que vamos a morir?

No tenemos comida.

Ya encontraremos algo.

Vale.

¿Cuánto tiempo crees que uno puede estar sin comer?

No lo sé.

Pero ¿a ti cuánto te parece?

Quizá unos días.

¿Y luego? ¿Te caes muerto y ya está?

Sí.

Pues no. Se tarda mucho. Tenemos agua. Eso es lo más importante. Sin agua no duras mucho tiempo.

Vale.

Pero tú no me crees.

No lo sé.

Le miró detenidamente. Allí de pie con las manos en los bolsillos de la americana a rayas demasiado grande para él. ¿Tú crees que te miento?

No.

Pero piensas que podría mentir sobre lo de morirnos.

Sí.

De acuerdo. Quizá te mentiría. Pero no nos vamos a morir. Vale.

 

Examinó el cielo. Algunos días la capa de nubes encenizadas era menos densa y ahora los árboles que flanqueaban la carretera daban una sombra muy tenue sobre la nieve. Siguieron adelante. El chico no iba bien. Se detuvo y le miró los pies y volvió a atar el plástico. Cuando la nieve empezara a fundirse sería muy difícil mantener los pies secos. Paraban a menudo para descansar. Ya no tenía fuerzas para cargar con el niño. Se sentaron encima de la mochila y comieron puñados de nieve sucia. A media tarde estaba empezando a derretirse. Pasaron frente a una casa incendiada, en el patio solo quedaba en pie la chimenea de ladrillo. Estuvieron en la carretera todo el día, si día se le podía llamar. Las pocas horas que duró. Debían de haber cubierto unos cuatro kilómetros.

 

Pensó que la carretera estaría tan mal que no habría nadie pero se equivocaba. Acamparon casi en la calzada misma y encendieron un gran fuego, acarreando ramas muertas de la nieve y apilándolas sobre las llamas donde sisearon y despidieron vapor. No había modo de impedirlo. Las pocas mantas que tenían no les daban suficiente calor. Procuró no dormirse. De repente se despertaba, incorporándose y palpando a su alrededor en busca de la pistola. El chico estaba muy flaco. Lo observó mientras él dormía. La cara chupada y los ojos hundidos. Una extraña belleza. Se levantó y llevó más leña hasta la lumbre.

 

Salieron a la carretera. Había huellas en la nieve. Un carro. Algún vehículo con ruedas. Algo con neumáticos de caucho a juzgar por las bandas estrechas. Huellas de bota entre las ruedas. Alguien había pasado de noche rumbo al sur. O de madrugada. Por la carretera a aquellas horas. Se quedó allí de pie pensando en eso. Resiguió el rastro con cuidado. Habían pasado a menos de quince metros del fuego y ni siquiera se habían parado a mirar. Miró en la otra dirección. El chico le observaba.

Tenemos que apartarnos de la carretera.

¿Por qué, papá?

Alguien viene.

¿Los malos?

Sí. Eso me temo.

Podrían ser buenos, ¿no?

No respondió. Miró al cielo por la fuerza de la costumbre pero no había nada que ver allí.

¿Qué vamos a hacer, papá?

Nos marchamos.

¿No podemos volver al fuego?

No. Vamos. Seguramente no tenemos mucho tiempo.

Es que me muero de hambre.

Ya lo sé.

¿Qué vamos a hacer?

Tenemos que ocultarnos. Salir de la carretera.

¿Verán nuestras huellas?

Sí.

¿Qué podemos hacer para que no las vean?

No lo sé.

¿Sabrán dónde estamos? ¿Qué?

Si ven nuestras huellas, ¿sabrán dónde estamos?

Se volvió para mirar las grandes pisadas redondas que habían dejado en la nieve.

Se lo imaginarán, dijo.

Luego se detuvo.

Tenemos que pensarlo bien. Volvamos al fuego.

Su idea había sido buscar un sido en la carretera donde la nieve se hubiera fundido del todo pero luego pensó que como sus huellas no reaparecerían al otro lado no serviría de nada. Apagaron la lumbre a puntapiés de nieve y caminaron entre los árboles describiendo un círculo y volvieron. Se apresuraron dejando un laberinto de huellas y luego se dirigieron otra vez hacia el norte atravesando el bosque sin perder de vista la carretera.

 

Escogieron aquel sitio simplemente porque era el punto más elevado del itinerario y desde allí tenían una vista de la carretera hacia el norte y del camino por donde habían venido. Extendió la lona sobre la nieve mojada y envolvió al chico en las mantas. Vas a tener frío, dijo. Pero quizá no estaremos aquí mucho rato. No había pasado una hora cuando dos hombres llegaron a paso largo por la carretera. Cuando hubieron pasado se puso de pie para observarlos. Y justo cuando lo hacía los hombres se detuvieron y uno de ellos miró hacia atrás. Se quedó inmóvil. Estaba envuelto en una de las mantas grises y habría sido difícil verle pero no imposible. Dedujo que quizá habían olido el humo. Los hombres hablaron entre sí. Luego siguieron andando. Se sentó. Todo va bien, dijo. Solo tenemos que esperar un poco. Pero creo que todo va bien.

 

No habían comido nada y dormido muy poco durante cinco días y en semejante estado a las afueras de un pueblo vieron una casa antaño suntuosa encaramada a un promontorio que dominaba la carretera. El chico le tenía cogida la mano. La nieve tanto en el macadán como en los campos y el bosque orientados al sur estaba fundida en su mayor parte. Se quedaron allí parados. Tenían los pies fríos y húmedos pues las bolsas de plástico ya estaban muy gastadas. La casa era alta y señorial, con blancas columnas dóricas en la fachada. Una puerta cochera en un costado. Un camino de grava que subía en curva por un campo de hierba muerta. Las ventanas estaban curiosamente intactas.

¿Qué sitio es este, papá?

Chsss... Quedémonos aquí y escuchemos.

No había nada. El viento agitando los helechos muertos junto a la carretera. Un crujido en la distancia. Puerta o persiana.

Creo que deberíamos ir a ver.

Papá, no subamos.

No pasa nada.

Yo preferiría no subir.

Tranquilo. Tenemos que echar un vistazo.

 

Se aproximaron despacio por el camino de grava. No había huellas en los trechos ocasionales de nieve a medio fundir. Un seto alto de alheña. Un antiguo nido de pájaros metido allí en el mimbre. Se quedaron en el jardín estudiando la fachada. Los ladrillos caseros como horneados de la misma tierra sobre la que se erguía. La pintura desconchada colgando en largas tiras como seda en rama de las columnas y de los combados cielos rasos. Una lámpara suspendida de una cadena larga en lo alto. El chico se agarró a él mientras subían los escalones. Una de las ventanas estaba ligeramente abierta y un cordón salía de allí y atravesaba el porche para perderse en la hierba. Cogió al chico de la mano y cruzaron el porche. Por aquellas tablas habían transitado esclavos llevando comida y bebida en bandejas de plata. Se acercaron a la ventana y miraron al interior.

¿Y si hay alguien, papá?

Aquí no hay nadie.

Deberíamos irnos, papá.

Tenemos que encontrar algo de comer. No hay otra alternativa.

Podríamos buscar en otra parte.

Todo irá bien. Vamos.

Se sacó la pistola del cinturón y probó de abrir la puerta. Cedió lentamente hacia dentro sobre sus grandes goznes de latón. Se quedaron allí escuchando. Luego entraron a un amplio vestíbulo con baldosas de mármol negras y blancas. Una escalera ancha para subir. En las paredes buen papel Morris con sombras de humedad e hinchado. El techo de escayola estaba abombado formando amplios festones y en la parte alta de las paredes los amarillentos dentículos se arqueaban y combaban. A mano izquierda en la entrada de lo que debía de haber sido el comedor había un gran aparador de nogal. Las puertas y cajones habían desaparecido pero el resto era demasiado grande para quemar. Se quedaron en el umbral. En una ventana de una esquina de la habitación había una gran pila de ropa. Ropa y zapatos. Cinturones. Chaquetas. Mantas y sacos de dormir viejos. Tendría tiempo de sobra después para pensar en ello. El chico se le colgó de la mano. Estaba aterrorizado. Cruzaron el vestíbulo hasta la habitación del fondo y entraron y se quedaron quietos. Era una sala grande con techos el doble de altos que las puertas. Un hogar con ladrillo visto allí donde la repisa de madera y el marco habían sido arrancados y quemados. Había varios colchones y ropa de cama todo bien puestos en el suelo frente al hogar. Papá, susurró el chico. Chsss..., dijo el hombre.

 

Las cenizas estaban frías. Alrededor unas cacerolas renegridas Se puso en cuclillas y cogió una para olería y la dejó donde estaba. Se levantó y miró por la ventana. Hierba gris, pisoteada Nieve gris. El cordón que venía de la ventana estaba atado un timbre de latón y el timbre estaba fijado a una tosca plantilla de madera que habían clavado a la moldura de la ventana Cogió al chico de la mano y fueron hasta la cocina por un pasillo estrecho. Basura amontonada por todas partes. Un fregadero manchado de orín. Olor a moho y excrementos. Entraron en un cuartito contiguo, tal vez una despensa.



  

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