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LA CARRETERA 3 страница



 

El camión llevaba allí años, los neumáticos desinflados y arrugados bajo las llantas. El morro del vehículo estaba incrustado en el parapeto del puente y el remolque se había desenganchado de la chapa superior y embutido en la parte de atrás de la cabina. La trasera del remolque había patinado hasta abollar el parapeto del otro lado y ahora estaba suspendida varios palmos sobre la garganta. Empujó el carrito bajo el remolque pero el asidero no pasaba. Tendrían que meterlo de costado Lo dejó cubierto con la lona y pasaron ellos dos agachados por debajo del remolque y le dijo al chico que se quedara allí para no mojarse mientras él subía al escalón del depósito de combustible y limpiaba de agua el parabrisas y miraba dentro de la cabina. Volvió a bajar y estiró el brazo para abrir la portezuela y montó en la cabina y cerró. Miró lo que había a su alrededor. Una litera vieja como una caseta de perro detrás de los asientos. Papeles en el suelo. La guantera estaba abierta pero dentro no había nada. Pasó entre los asientos. Había un colchón mojado en la litera y una pequeña nevera con la puerta abierta. Una mesa plegable. Revistas viejas por el suelo Miró en los armaritos de contrachapado pero estaban vacíos. Había cajones debajo de la litera y los abrió y miró entre los trastos. Volvió a pasar a la cabina y se sentó donde el conductor y miró río abajo por entre el lento gotear de agua en el cristal. El tamborileo de la lluvia sobre el techo metálico y la lenta oscuridad apoderándose de todo.

 

Esa noche durmieron en el camión y por la mañana había dejado de llover y descargaron el carrito y lo fueron pasando todo por debajo al otro lado del vehículo y volvieron a cargar el carrito. Puente abajo, como a treinta metros más o menos, había restos renegridos de unos neumáticos que alguien había quemado. Se quedó mirando el remolque. ¿Tú qué crees que hay dentro?, dijo.

No lo sé.

No somos los primeros que pasamos por aquí. Seguramente no hay nada.

De todos modos no se puede entrar.

El hombre aplicó el oído a un costado del remolque y golpeó la chapa con la palma de la mano. Suena vacío, dijo. Probablemente se puede entrar por el techo. Si no alguien habría abierto un agujero en la chapa.

¿Y con qué?

Algo habrían encontrado.

Se quitó la parka y la dejó encima del carrito y se subió al parachoques del camión y luego al capó y se encaramó al parabrisas para trepar al techo de la cabina. Allí de pie se dio la vuelta y miró el río. Metal mojado bajo sus pies. Miró al chico. El chico parecía preocupado. Estiró el brazo y se agarró donde pudo a la parte frontal del remolque y se izó lentamente a pulso. Era todo lo que podía hacer y ya tenía mucho menos peso que izar. Consiguió pasar una pierna sobre el borde y se quedó allí colgado descansando. Luego se dio impulso y acabó de subir y una vez arriba se sentó.

 

Había una claraboya como hacia la tercera parte del techo y se acercó a ella medio agachado. No estaba tapada y el interior del remolque olía a contrachapado húmedo y a aquel olor acre que ya conocía. Llevaba una revista en el bolsillo de la cadera y la sacó y arrancó unas páginas e hizo una pelota con ellas y sacó su encendedor y prendió los papeles y arrojó la pelota a la oscuridad. Un rugido apagado. Apartó el humo con la mano y miró al interior del remolque. El pequeño fuego que ardía en el suelo parecía estar muy abajo. Tapó el resplandor con una mano y al hacerlo pude ver casi hasta el fondo de la caja. Cuerpos humanos. Espatarrados en toda suerte de posturas. Resecos y encogidos en sus prendas podridas. La pelota de papel soltó una última y pequeña llamarada y se extinguió dejando fugazmente un tenue dibujo en la incandescencia. La forma de una flor, una rosa fundida. Después reinó otra vez la oscuridad.

 

Aquella noche acamparon en el bosque en una loma orientada a las amplias tierras bajas que se extendían hacia el sur. Encendió una fogata arrimada a una roca y comieron las últimas colmenillas y una lata de espinacas. Por la noche una tormenta que se había originado en las montañas fue descendiendo entre truenos y rayos y el desolado mundo gris surgía una vez y otra en el velado resplandor de los relámpagos. El chico se agarró a él hasta que pasó de largo. Un breve tamborileo de granizo y luego la lluvia lenta y fría.

 

Cuando se despertó de nuevo era aún de noche pero ya no llovía. Una luz humosa allá en el valle. Se levantó y caminó por la loma. Una bruma de fuego que se extendía varios kilómetros. Se puso en cuclillas y observó. Le llegó el olor de humo. Se humedeció un dedo y lo puso al viento. Cuando se levantó y dio media vuelta para volver, la lona estaba iluminada por dentro porque el chico se había despertado. Ubicada allí en la oscuridad, la forma frágil y azul parecía el emplaza miento de los últimos aventureros en los confines del mundo. Algo prácticamente inexplicable. Y lo era.

 

Todo el día siguiente viajaron a través de la cambiante neblina de humo. En las cañadas el humo elevándose del suelo como grupos de velas paganas. Hacia el anochecer llegaron a un lugar donde el fuego había cruzado la carretera y el macadán es taba todavía caliente y un poco más allá empezó a ablandarse bajo sus pies. El alquitrán caliente succionándoles los zapatos, dejando unas franjas finas a medida que pisaban. Se detuvieron. Tendremos que esperar, dijo.

 

Volvieron sobre sus pasos y acamparon en la carretera misma y cuando se pusieron en marcha a la mañana siguiente el macadam se había enfriado. Al rato encontraron unas huellas grabadas en el alquitrán. Aparecieron tal cual de repente. Él se acuclilló para examinarlas. Alguien había salido del bosque durante la noche y había continuado por la calzada derretida. ¿Quién es?, dijo el chico.

No lo sé. ¿Quién es nadie?

Le dieron alcance. Caminaba despacio arrastrando ligeramente una pierna y se detenía de vez en cuando allí encorvado y vacilante antes de seguir andando.

¿Qué hacemos, papá?

No pasará nada. Vamos a seguirle y ya se verá.

Echamos un vistazo, dijo el chico.

Eso. Echamos un vistazo.

 

Lo siguieron durante un buen trecho pero al paso que llevaba les estaba haciendo perder el día y finalmente el hombre se sentó en el asfalto y ya no volvió a levantarse. El chico se colgó de la chaqueta de su padre. Nadie dijo nada. Estaba tan quemado como la comarca, sus ropas chamuscadas y negras. Un ojo lo tenía cerrado por la quemadura y sus cabellos eran apenas una peluca sarnosa de ceniza sobre su cráneo ennegrecido. Cuando pasaron el hombre bajó la vista. Como si hubiera hecho algo mal. Sus zapatos estaban atados con alambre y cubiertos de alquitrán. El hombre se quedó sentado en silencio, harapiento y doblado hacia delante. El chico se volvía a cada momento. Papá, susurró, ¿qué le pasa a ese hombre?

Lo ha alcanzado un rayo.

¿No podemos ayudarle, papá?

No. No podemos.

El chico seguía tirándole de la chaqueta. Papá, dijo.

Basta ya.

¿No podemos ayudarle?

No. No podemos. No se puede hacer nada por él.

 

Siguieron adelante. El chico lloraba. No dejaba de mirar atrás. Cuando llegaron al pie de la colina el hombre se detuvo y le miró y miró carretera arriba. El quemado había caído al suelo y a tanta distancia ni siquiera se veía qué era. Lo siento, dijo, pero no tenemos nada para darle. No hay modo de echar una mano. Siento lo que le ha pasado pero nosotros no podemos arreglarlo. Comprendes, ¿verdad? El chico permaneció cabizbajo. Asintió con la cabeza. Después continuaron andan do y ya no volvió a mirar atrás.

 

De anochecida la luz opaca y sulfurosa de los incendios, agua estancada en las cunetas negras por la escorrentía. Las montañas envueltas como en una mortaja. Por un puente de hormigón cruzaron un río donde madejas de ceniza y fango líquido se movían despacio en la corriente. Trocitos carbonizados de madera. Al final pararon y dieron media vuelta para acampar debajo del puente.

 

Él había llevado su cartera encima hasta que le hizo un agujero con forma de ángulo en el pantalón. Luego un día se sentó en el arcén y sacó la cartera y examinó lo que llevaba dentro. Un poco de dinero, tarjetas de crédito. Su permiso de conducir. Una foto de su mujer. Lo fue colocando todo sobre el asfalto. Como naipes de una partida. Arrojó a la espesura el pedazo de cuero negro de sudor y se quedó sentado con la foto grafía en la mano. Luego la depositó también en la carretera; se puso de pie y reanudaron la marcha.

 

Por la mañana permaneció tumbado mirando los nidos de arcilla que unas golondrinas habían hecho en las esquinas debajo del puente. Miró al chico pero el chico se había dado la vuelta y estaba mirando hacia el río.

No podríamos haber hecho nada.

El chico no respondió.

Se va a morir. No podemos compartir lo que tenemos porque nos moriríamos también.

Ya lo sé.

¿Y cuándo piensas hablarme otra vez?

Ahora estoy hablando.

¿Seguro?

Sí.

Vale.

Vale.

 

Desde la orilla opuesta de un río lo llamaban a voces. Dioses zarrapastrosos encorvados en sus harapos al otro lado de la tierra baldía. Caminando por el lecho seco de un mar mineral agrietado y roto como un plato caído. Senderos de fuego feral en las coaguladas arenas. Las siluetas imprecisas en la lejanía. Despertó y se quedó tumbado en la oscuridad.

 

Los relojes se pararon a la 1.17. Un largo tijeretazo de claridad y luego una serie de pequeñas sacudidas. Se levantó y fue a la ventana. ¿Qué pasa?, dijo ella. Él no respondió. Entró en el cuarto de baño y pulsó el interruptor de la luz pero ya no había corriente. Un fulgor rosado en la luna de la ventana. Hincó una rodilla y levantó la palanca para tapar la bañera y luego abrió los dos grifos a tope. Ella estaba en el umbral en camisón, agarrada a la jamba, sosteniéndose la barriga con una mano. ¿Qué es?, dijo. ¿Qué pasa?

No lo sé.

¿Por qué te bañas?

Yo no me baño.

 

En aquellos primeros años había despertado una vez en mitad de un bosque pelado y se había quedado escuchando las bandadas de aves migratorias que pasaban en aquella penetrante oscuridad. Sus chirridos en sordina a varios kilómetros de altura, volando en círculo alrededor de la tierra con la insensatez de un tropel de insectos sobre el borde de un tazón. Les deseó una rápida travesía hasta que se perdieron de vista. No volvió a oírlas nunca más.

 

Tenía una baraja de cartas que encontró en el cajón de una cómoda en una casa y las cartas estaban gastadas y ahusadas y no había dos de tréboles pero aun así jugaban a veces a la luz de la lumbre envueltos en sus mantas. Intentaba recordar las reglas de juegos infantiles. Old Maid. Alguna versión del whist. Es taba seguro de que no lo hacían bien y se inventó nuevos juegos y les puso nombres inventados. Cañuela Atípica o Vomitona Gatuna. A veces el niño le hacía preguntas acerca del mundo que para él no era ni siquiera un recuerdo. Se esforzaba mucho para responder. No existe pasado. ¿A ti qué te gustaría? Pero dejó de inventarse cosas porque esas cosas tampoco eran verdad y decirlas le hacía sentir mal. El niño tenía sus propias fantasías. Cómo serían las cosas una vez en el sur. Otros niños. Él procuraba no dar rienda suelta a todo esto pero su corazón lo traicionaba. ¿De quién serían hijos esos niños?

 

Sin listas de cosas que hacer. El día providencia de sí mismo. La hora. No hay después. El después es esto. Todas las cosas bellas y armónicas que uno conserva en su corazón tienen una procedencia común en el dolor. El hecho de nacer en la aflicción y la ceniza. Bueno, susurró para el chico que dormía. Yo te tengo a ti.

 

Pensó en la foto de su mujer que había dejado en la carretera y que debería haber intentado conservarla de algún modo en sus vidas pero no sabía cómo. Se despertó tosiendo y se alejó unos pasos para no despertar al niño. Siguiendo a oscuras una pared de piedra, envuelto en la manta, de hinojos en las cenizas como un penitente. Tosió hasta que empezó a notar el sabor de la sangre y dijo el nombre de ella en voz alta. Pensó que quizá lo había pronunciado en sueños. Cuando volvió el chico estaba despierto. Perdona, dijo.

No pasa nada.

Duerme.

Ojalá estuviera con mamá.

Él no dijo nada. Se sentó junto al pequeño arropados en las colchas y las mantas. Al cabo de un rato dijo: Te refieres a que te gustaría estar muerto.

Sí.

No debes decir eso.

Pero lo digo.

No lo hagas. No es bueno decir esas cosas.

No puedo evitarlo.

Lo sé. Pero procura no hacerlo.

¿Y cómo?

No lo sé.

 

Somos supervivientes, le dijo desde el otro lado de la lámpara.

¿Supervivientes?, dijo ella.

Sí.

¿Se puede saber de qué demonios hablas? No somos supervivientes. Esto es una película de terror y nosotros somos muertos andantes.

Te lo suplico.

Me da igual. Me da igual si lloras. Para mí no significa nada.

Por favor.

Basta.

Te lo suplico. Haré cualquier cosa.

¿Como qué? Debería haberme decidido hace ya tiempo. Cuando quedaban tres balas en la pistola en lugar de dos. Fui una estúpida. Ya lo hemos hablado un montón de veces. No me he convencido yo sola de esto. Me han convencido a la fuerza. Y no puedo más. Incluso había pensado no decirte nada. Probablemente hubiera sido lo mejor. Tienes dos balas y luego ¿qué? No puedes protegernos. Dices que darías la vida por nosotros pero ¿de qué sirve eso? Si no fuera por ti me lo llevaría conmigo. Sabes que lo haría. Es lo más adecuado.

Estás desvariando.

No, estoy diciendo verdades. Tarde o temprano nos cazarán y nos matarán. A mí me violarán. A él también. Nos van a violar y después de matarnos nos devorarán pero tú no quieres reconocerlo. Tú prefieres esperar a que eso pase. Pues yo no. No puedo. Se quedó allí sentada fumando un tallo enclenque de parra seca como si fuera una especie de extraño cigarro puro. Sosteniéndolo con cierta elegancia, la otra mano sobre sus rodillas recogidas. Ella le miró del otro lado de la pequeña llama. Antes hablábamos de la muerte, dijo. Ya no. ¿Y sabes por qué?

No. No lo sé.

Porque la muerte está aquí. No hay otra cosa de que hablar. Yo no te abandonaría.

Da igual. Eso no significa nada. Puedes considerarme una pérfida zorra si así lo quieres. Me he echado un nuevo amante. Él puede darme lo que tú no.

La muerte no es ningún amante.

Por supuesto que sí.

Por favor no me hagas esto.

Lo siento.

Yo solo no seré capaz.

Pues no lo hagas. Yo no puedo ayudarte. Dicen que las mujeres sueñan con el peligro que acecha a sus seres queridos y que los hombres sueñan con el peligro que corren ellos mismos. Pero yo no sueño nada. ¿Dices que no eres capaz? Entonces no lo hagas. Así de sencillo. Porque yo ya estoy harta de mi prostituido corazón y lo estoy desde hace tiempo. Hablas de tomar una actitud pero no hay ninguna actitud que tomar. El corazón me lo arrancaron la noche en que él nació, así que ahora no pidas que me dé pena. No hay pena que valga. Es posible que lo consigas. Lo dudo, pero quién sabe. Lo único que puedo decirte es que tú solo no sobrevivirás. Lo sé porque yo nunca habría llegado hasta tan lejos. Una persona que no tuviera a nadie haría bien en apañarse un fantasma más o menos pasable. Insuflarle vida y mimarlo con palabras de amor. Ofrecerle migas de fantasma y protegerlo con su propio cuerpo. Por lo que a mí respecta mi única esperanza es la nada eterna y la deseo con toda mi alma.

Él no dijo nada.

No tienes argumentos porque no los hay.

¿Te despedirás de él?

No.

Espera al menos hasta mañana. Por favor.

Tengo que irme.

Ella se había puesto ya de pie.

Por el amor de Dios. ¿Qué voy a decirle?

No puedo ayudarte.

¿Adónde vas a ir? Si ni siquiera ves.

No me hace falta.

Él se puso de pie. Te lo suplico, dijo.

No. No me despediré. No puedo.

 

Ella se marchó y la frialdad de la partida fue su regalo final. Lo haría con una hojuela de obsidiana. El mismo le había enseñado cómo. Más afilada que el acero. El borde de un grosor de átomo. Y ella llevaba razón. No había argumentos. Innumerables noches pasadas en vela debatiendo los pros y los contras de la autodestrucción con la seriedad de unos filósofos encadenados al muro de un manicomio. Por la mañana el chico no dijo nada de nada y cuando tuvieron el equipaje hecho y estuvieron listos para echarse a la carretera se volvió y miró hacia donde habían acampado la víspera y dijo: Se ha marchado, ¿verdad? Y él dijo: Sí.

 

Siempre tan prudente, raramente sorprendida ni por los más descabellados advenimientos. Una creación perfectamente evolucionada para hacer frente a su propio fin. Se sentaron junto a la ventana y cenaron en bata a medianoche a la luz de las velas y vieron arder ciudades a lo lejos. Varias noches des pues ella paría en la cama de matrimonio a la luz de una lámpara de pila seca. Guantes para fregar los platos. La inverosímil aparición de una pequeña coronilla. Sucio de sangre y con pelo negro y pegajoso. El maloliente meconio. Los gritos de ella no le afectaron nada. Del otro lado de la ventana solo el frío más intenso cada vez, incendios en el horizonte. Sostuvo en alto el canijo cuerpo colorado tan crudo y desnudo y cortó el cordón umbilical con unas tijeras de cocina y envolvió a su hijo en una toalla.

 

¿Tú tenías amigos?

Sí.

¿Muchos?

Sí. Muchos.

¿Te acuerdas de ellos?

Sí, me acuerdo.

¿Qué les pasó?

Murieron.

¿Todos?

Sí. Todos.

¿Los echas de menos?

Sí.

¿Adónde vamos?

Vamos hacia el sur.

Vale.

 

Estuvieron todo el día en la larga carretera negra, parando por la larde para comer frugalmente de sus magras provisiones. El chico sacó su camión de la mochila y trazó carrete ras en la ceniza con un palo. El camión avanzaba despacio. El chico hacía ruidos de camión. Casi se podía decir que hacía calor y durmieron sobre la hojarasca con las mochilas por almohada.

 

Algo lo despertó. Se puso de costado y aguzó el oído. Se incorporó lentamente, la pistola a punto. Miró al chico que dormía y cuando miró otra vez hacia la carretera el primero de ellos estaba ya al alcance de la vista. Dios, susurró. Alargó la mano y sacudió al chico sin dejar de vigilar la carretera. Venían andando trabajosamente por la ceniza balanceando sus encapuchadas cabezas a un lado y a otro. Varios de ellos con máscaras antigás. Uno llevaba un traje especial contra peligro biológico. Sucios y mugrientos. Avanzando despacio con porras en la mano, trozos de tubería. Tosiendo. Entonces le pareció oír un camión diesel en la carretera, detrás del grupo. Rápido, susurró. Deprisa. Se metió la pistola por el cinturón y agarró al chico de la mano y arrastró el carrito entre los árboles y lo volcó donde no fuera tan fácil de ver. El chico estaba paralizado de miedo. Lo atrajo hacia él. Tranquilo, dijo. Tenemos que escapar. No mires atrás. Vamos.

 

Se cargó las dos mochilas y echaron a correr entre los quebradizos helechos. El chico estaba aterrorizado. Corre, susurró. Corre. Miró hacia atrás. El camión ya estaba a la vista. Hombres de pie en la plataforma mirando al frente. El chico cayó y él lo ayudó a levantarse. Tranquilo, dijo. Vamos.

 

Vio un espacio entre los árboles que le pareció podía ser una zanja o un desmonte y salieron de la maleza a una vieja calzada. Placas de macadam agrietado asomando entre los montones de ceniza. Hizo que el chico se agachara y permanecieron a la escucha bajo el terraplén, recobrando el aliento. Podían oír el motor diesel allá en la carretera, alimentado con sabe Dios qué combustible. Cuando se incorporó para mirar solo pudo ver la parte superior del camión avanzando por la carretera. Hombres de pie en la caja con teleras, algunos empuñando rifles. El camión pasó de largo y volutas de humo negro penetraron en el bosque. El motor empezó a fallar y a remolonear. Finalmente enmudeció.

 

Volvió a agacharse y se puso la mano encima de la cabeza. Dios, dijo. Oyeron aquella cosa traquetear y petardear hasta detenerse. Luego solo silencio. Tenía la pistola en la mano, ni siquiera recordaba habérsela sacado del cinturón. Pudieron oír hablar a los hombres. Los oyeron abrir y levantar el capó. Permaneció sentado rodeando al chico con el brazo. Chsss.. dijo. Chsss... Al cabo de un rato oyeron que el camión empezaba a rodar. Con ruido sordo y crujiendo como un barco. Probablemente no tenían otra manera de ponerlo en marcha salvo empujar y en esa cuesta no podían imprimirle la velocidad suficiente para que arrancara. Unos minutos después el motor tosió e hipó y volvió a pararse. Estiró la cabeza para mirar y allí estaba uno de ellos, acercándose por la maleza unos seis metros mientras se desabrochaba el cinturón. Se quedaron los dos inmóviles.

 

Amartilló la pistola y apuntó al hombre y el hombre se quedó allí de pie con una mano al costado, su sucia y arrugada mascarilla pintada inflándose y desinflándose.

Continúa andando.

Miró hacia la carretera.

No te vuelvas. Mírame a mí. Si los llamas eres hombre muerto.

El hombre avanzó, sujetándose el cinturón con una mano. Los agujeros daban fe de su progresiva demacración y en la parte donde solía asentar la hoja de su cuchillo el cuero parecía lacado. Bajó al desmonte y miró el arma y luego miró al chico. Los ojos engolletados de mugre y profundamente hundidos. Como un animal metido en una calavera mirando por los agujeros de los ojos. Llevaba una barba cortada recta a tijera por abajo y un tatuaje en el cuello, un pájaro hecho por alguien con una idea errónea de su apariencia. Era enjuto, nervudo, raquítico. Vestido con un mugriento mono azul y una gorra de pico negra con el logotipo de una empresa desaparecida en la parte delantera.

¿Adónde vais?

Yo iba a cagar.

Adónde vais con el camión.

No lo sé.

¿Cómo que no lo sabes? Quítate la mascarilla.

Se quitó la mascarilla por encima de la cabeza y se quedó con ella en la mano.

En serio que no lo sé, dijo.

¿No sabes adónde vais?

No.

¿Qué combustible lleva el camión?

Diesel.

Cuánto tenéis.

En la plataforma hay tres bidones de doscientos litros.

¿Tenéis munición para esas armas?

El hombre volvió la vista hacia la carretera.

Te he dicho que no miraras.

Sí... Tenemos municiones.

¿De dónde las habéis sacado?

De por ahí.

Mientes. Qué coméis.

Lo que encontramos.

Lo que encontráis.

Sí. Miró al chico. No me dispararás, dijo.

Eso es lo que tú te crees.

Solo te quedan dos balas. Quizá solo una. Y ellos oirán el disparo.

Ellos sí. Tú no.

¿Y eso?

La bala corre más que el sonido. La tendrás metida en el cerebro antes de que puedas oírla. Para oírla necesitarías un lóbulo frontal y cosas con nombres como colículo y gyrus temporal pero de eso ya no tendrás. Se habrá convertido en puré.

¿Eres médico?

No soy nada.

Tenemos a un hombre herido. Le convendría que le echa ras una mirada.

¿Te parece que tengo cara de imbécil o qué?

No sé de qué tienes cara.

¿Por qué le estás mirando?

Puedo mirar lo que me pase por las narices.

Te equivocas. Si vuelves a mirarle, disparo.

El chico estaba sentado con ambas manos en lo alto de cabeza y atisbando entre los antebrazos.

Apuesto a que el chico está muerto de hambre. ¿Por qué no venís los dos al camión? A tomar un bocado. No hay necesidad de ser tan duro de pelar.

Vosotros no tenéis nada de comer. Vámonos.

¿Adónde?

Vamos.

Yo no voy a ninguna parte.

Ah, ¿no?

Pues no.

Crees que no te mataré pero estás en un error. Pero lo que haría es llevarte un par de kilómetros por esta carretera y después soltarte. Es toda la ventaja que necesito. No nos encontrarás. Ni siquiera sabrás qué dirección hemos tomado.

¿Sabes lo que pienso?

Qué piensas.

Que estás cagado de miedo.

Soltó el cinturón y este cayó a la calzada con todo lo que llevaba colgando. Una cantimplora. Un viejo zurrón militar. Una funda de cuero para un cuchillo. Cuando levantó la vista el forajido tenía el cuchillo en la mano. Solo había dado dos pasos pero estaba casi entre él y el niño.



  

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